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Pronto asistiremos a atascos circulatorios de sillas de ruedas.
Columna
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El pueblo menguante

El dato no ha pasado desapercibido, pero más por el efecto que comporta que por su gravedad de fondo: en las últimas elecciones al Congreso, Vizcaya perdía otro escaño. Los vizcaínos han elegido en esta ocasión ocho diputados, en vez de los nueve de otras convocatorias. Y, sin embargo, el fenómeno no es nuevo. No hay que peinar canas para recordar tiempos mejores: durante las primeras convocatorias democráticas, Vizcaya enviaba diez diputados al Congreso.

La pérdida de otro asiento en las Cortes sólo preocupaba por la pugna electoral: eran los mismos comensales, pero el tamaño de la tarta resultaba más pequeña. El PNV ha salido perdiendo, por la aplicación de la ley D'Hont, a la hora de adscribir el último escaño disponible. Eso ha sido lo que más ha destacado en el debate político, pero otra cosa debería preocuparnos: la constante pérdida de peso relativo (electoral, económico y demográfico) de los territorios vascos en el Estado.

La alarma que a nadie alarma torna más alarmante al comprobar qué circunscripciones han acompañado a Vizcaya en la pérdida de escaños (Córdoba o Soria, por ejemplo) y qué otras incrementan representación (varias provincias de la pujante costa levantina).

La imagen del Estado español como un páramo que gravitaba sobre Madrid, con dos ricos extremos periféricos, Euskadi y Cataluña, está muy lejos de la realidad. Pero nosotros, los vascos, hacemos como si nada nos fuera en ello. Atareados en debates de alta política, no reflexionamos sobre estos inquietantes símbolos. Euskadi no sólo pierde población autóctona: es que ni siquiera cuenta con unos apreciables niveles de inmigración. Euskadi está envejeciendo. Su futuro viene plagado de reuma, caderas rotas y cuartos con aroma a fármaco y jarabe. Un país envejecido se garantiza un rincón insignificante en los arrabales de la historia, pero eso no nos importa. Quizás porque, entre otras cosas, la protección de la familia (no digamos la promoción de la natalidad) se toman en este país como cosa de derechas. Y aquí, de derechas, sólo tenemos al PP, que a lo mejor hasta se alegra de que cada vez haya menos vascos.

Al otro lado se amontona una indistinguible masa de partidos socialdemócratas (el que no sea socialdemócrata, que levante la mano) indiferente a la falta de niños y de vocaciones para criarlos. No sabemos si en el futuro Euskadi experimentará la independencia, la federación, la autonomía o el centralismo, pero lo que sí sabemos es que habrá muy pocos vascos para enterarse de eso. El nuestro es un pueblo menguante, decreciente y moribundo. Ni siquiera mantenemos unos mínimos niveles de inmigración que puedan obrar con eficacia sustitutiva. Vienen pocos inmigrantes, y la mayoría de ellos se dedican a empujar sillas de ruedas. Nuestras sillas. Todo un símbolo.

El país de los vascos va a convertirse en el paisito, y habrá que tomarse el término en sentido literal. Pronto asistiremos, en las vías públicas, a atascos circulatorios de sillas de ruedas. Las huelgas de Osakidetza tendrán su punto fuerte en el sector de geriatría y, en los bancos de los parques, ancianas melancólicas añorarán el infantil desbarajuste de niños definitivamente ausentes. Pero todo eso será, sin duda, un problema transitorio. Las leyes de la biología seguirán su curso. Al final, todos al hoyo. Euskadi, como un agujero negro que se tragó las energías de varias generaciones abocadas a la esterilidad biológica e ideológica, a una radical falta de esperanza. Invirtiendo tanto tiempo en el famoso conflicto, en Euskadi pocos tienen tiempo para invertirlo en la familia.

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