Yo, el vicioso
Es raro encontrar a alguien que no sea adicto a algo: al trabajo, al sexo, a los gimnasios, a las drogas. Algunas adicciones cuestan plata; otras son gratuitas. La mía pertenece a la segunda de esas categorías. Soy adicto a las bibliotecas.
Hace poco me pregunté cuántas horas de mi vida habré pasado en las bibliotecas. Tras hacer algunos cálculos, llegué a la conclusión de que, sumándolas, representarían un año o tal vez dos. ¿Cómo saberlo con certeza? Las bibliotecas empezaron a atraerme desde que estaba en primer grado y, más de cuatro décadas después, continúan siendo uno de los pocos lugares en que me siento a gusto y a salvo.
La historia de mi adicción comenzó en La Habana de 1962, cuando entré al primer grado. El edificio de la escuela era una antigua mansión familiar y todas sus habitaciones habían sido convertidas en aulas menos una, donde seguía estando la biblioteca: una típica biblioteca de gente rica, repleta de enciclopedias que probablemente habían sido compradas por metros para servir de adorno. Como los libros infantiles brillaban por su ausencia, aquel lugar sombrío y solemne siempre estaba vacío. No recuerdo haber coincidido con ningún otro niño cuando, en los recesos entre clases, me escabullía hasta allí y me ponía a hojear los libracos en busca de láminas. A veces algún maestro se asomaba y me observaba con suspicacia. ¿Qué diablos hará este aquí?
Cuando cumplí diez años, tomé un ómnibus y me fui solo hasta la distante Biblioteca Nacional José Martí. La aventura se hizo habitual. Por entonces el poeta Eliseo Diego dirigía el Departamento Juvenil de esa institución y había convertido su sótano en una sucursal del país de las maravillas. Además de tener a nuestra disposición todo tipo de libros apetitosos, los niños disfrutábamos de sesiones de cuentacuentos, tomábamos talleres de pintura, música, teatro o escritura, o simplemente hacíamos excursiones a alguna playa para construir castillos de arena.
La Biblioteca Nacional se convirtió en parte de mi vida, primero como lector infantil y adolescente, y luego como escritor e investigador literario. Hace algún tiempo, tras largos años de ausencia, la visité de nuevo. Fue como ver a una joven antaño espléndida convertida en una anciana decrépita, empeñada en conservar cierta dignidad en medio de la miseria. Qué tristeza comprobar cómo los periódicos de hace sólo un siglo se deshacen entre los dedos al consultarlos. ¿Por qué no los han microfilmado? ¿Estarán esperando a que sea demasiado tarde?
La segunda gran biblioteca de mi vida la encontré en Colombia: la Luis Ángel Arango, una de las siete maravillas de la cultura latinoamericana. (No me pregunten cuáles son las otras seis: aún no he pensado en ello). Siempre recordaré el emocionante tour que hice por sus recovecos subterráneos. Fue una sorpresa descubrir que, para que el servicio de préstamo en las salas funcione con la precisión de un reloj suizo, bajo tierra labora un pequeño ejército de obreros anónimos. Esa biblioteca se convirtió en mi sitio de trabajo durante meses y meses, cuando investigaba para mi novela Aprendices de brujo. Me volví un usuario tan familiar, que cierta vez que cerraron sus servicios al público por vacaciones, me dieron un pase especial para que continuara entrando. Desplazarme a solas por el interior de esa enorme y majestuosa biblioteca fue toda una experiencia. Me sentía como un personaje de las Crónicas marcianas de Bradbury.
Colombia modificó radicalmente mi concepción -un tanto elitista y hedonista- de la biblioteca como centro de preservación de la palabra escrita, como una suerte de cápsula cultural del tiempo. Ese cambio empezó en 1991, cuando fui a Medellín por primera vez. Pablo Escobar estaba vivo y dando guerra, así que los escritores extranjeros lo pensaban dos veces antes de poner un pie en esa ciudad. Yo acepté de inmediato la invitación a visitarla, más por despiste que por temeridad. El mismo día que llegué, la directora de la Fundación Ratón de Biblioteca me preguntó si quería acompañarla a llevar unas cajas con libros a una biblioteca popular que habían creado en una de las comunas más violentas. "No te preocupes", me dijo mientras conducía su jeep por las empinadas calles sin pavimentar de un cerro. "Con los de las bibliotecas nadie se mete".
La visita a esa y a otras pequeñas bibliotecas comunitarias, diseminadas por pueblos y caseríos pobres de Colombia, me permitió comprobar no sólo su importancia como centros educativos y culturales, sino también su potencial como espacios con fuerte incidencia en los procesos sociales.
Las bibliotecas me han deparado algunos de los momentos más gratificantes que recuerdo. Desde contemplar el ejemplar de la Biblia de Gutenberg, que exhibe la Biblioteca del Congreso, en Washington, hasta hablar sobre mis libros con los usuarios de la biblioteca de Leticia, en la selva amazónica, un lugar mágico donde confluye la gente humilde de la frontera de Colombia, Perú y Brasil.
Paso delante de una y no resisto la tentación de entrar a curiosear, a tocar los libros, a sentarme a las mesas. Visitarlas es una adicción, algo más fuerte que yo. (Mi nuevo amor es la Cuban Heritage Collection, de la Universidad de Miami, una institución dedicada a conservar el legado cultural cubano). A veces he pensado que la razón que me impulsa a escribir novelas con trasfondo histórico es la perspectiva de tener que pasar días y días en las bibliotecas, fines de semana incluidos.
Nada, que cada quien tiene sus pequeños y grandes vicios, y éste es uno de los míos. Los hay peores. -
Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, Cuba, 1956) es autor de las novelas Aprendices de brujo y Chiquita, ganadora esta última del Premio Internacional de Novela Alfaguara 2008.
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