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Columna
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Catorce kilómetros

La distancia no es tanta, si se la mide según qué términos: 14 kilómetros permiten casi percibir los ecos de la ribera opuesta, y sin duda sus luces y sus sombras, esa niebla tachonada de faroles que desde Cádiz nos hace creer que divisamos un trasatlántico en busca del océano. Nada más que 14 kilómetros de aguas inquietas, que escapan del Mediterráneo para disolverse en el otro lado, o que se retiran hacia las costas del interior después de repasar las playas de Brasil, Florida y Groenlandia, los mismos 14 que, dicen, atravesó Lord Byron a nado como una especie de homenaje o un intento de hermanamiento de la vieja y orgullosa Europa con ese continente más al sur que tanto le ha servido de inspiración, de pretexto, de esterilla en que sacudirse las suelas de los zapatos. 14 exiguos kilómetros apartan Marruecos de España y, sin embargo, jamás cupo tanto en un paréntesis tan limitado, tan estrecho, y valga el adjetivo. Nuestra historia ha estado ligada, por unos avatares u otros, a esa franja de territorio africano que ahora miramos de reojo y que solemos asociar al problema repetitivo de la inmigración, a los acuerdos de pesca nunca cuajados del todo, a los cielos de tormenta sobre Ceuta y Melilla. Y, sin embargo, Marruecos ha sido también otra cosa: ha sido el umbral que abrió al-Ándalus al Islam y de ahí a la renovación de un continente exhausto y en ruinas, ha sido las breves migajas del imperio colonial español en África, ha sido la oportunidad de redimirse y de colaborar hacia el bien común y el entendimiento de dos culturas (o civilizaciones, en lenguaje Zapatero) que no pueden vivir divorciadas, de espaldas, ignorantes cada una de lo que sucede en el patio de la vecina.

Esta semana se abre en Sevilla el Foro Atlas, cuya intención confesa es lubricar las relaciones entre los países de los 14 kilómetros, bastante atascadas últimamente por islas con nombre de condimento y visitas regias. En el plazo de unas semanas, dirigentes de relevancia de una y otra orilla, así como representantes de diversos ámbitos de la sociedad y de la cultura, buscarán un espacio amigo en que reunirse, intercambiar experiencias, tratar de corregir los errores del pasado y sembrar promesas robustas de porvenir. Marruecos debe superar el estereotipo y convertirse, para nosotros, en algo más que una fuente de balsas maltrechas, algo distinto a un parque temático del mundo no occidentalizado con su encanto de edificios mal encalados y zocos con chilabas donde huir en busca de las novelas de Paul Bowles. Y a la inversa, España debe comenzar a verse en su horizonte meridional con colores distintos a los de una amenaza, de los del vecino arrollador que espera la mínima para pisotear los mapas y que mantiene, contra todo decoro diplomático, dos ciudades cautivas vueltas hacia el mar. Si algún lugar puede señalarse para iniciar la famosa alianza de civilizaciones, si algún punto resulta propicio para colocar la palanca de ese movimiento necesario que reúna las miradas de Oriente y Occidente, Sur y Norte, la cruz y la media luna, es este minúsculo hiato de 14 kilómetros donde hay sitio para la esperanza de toda la Tierra. En esa cifra se aloja la posibilidad de un Islam más democrático, más comprometido con las libertades individuales y menos reticente al cambio de los tiempos; se aloja, también, una Europa vacunada de su soberbia, que comience a ver en los continentes que le rodean no recursos que explotar ni carnaza para la agencia turística, sino nuevos apoyos, crecimiento, el embarque en un proyecto de construcción que exigirá de ella dotes más sutiles que el instinto de mercado y la voz de mando. Algo sacude los 14 kilómetros que nos separan de Marruecos, como en una casa abierta de par en par: tal vez un viento llamado esperanza.

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