La venganza del elector
El veredicto de la jornada ya está determinado en la voluntad dispersa de los votantes que han decidido acudir a las urnas y en la de quienes se quedarán en casa. Incluso es probable que el triunfo o la derrota del PSOE o del PP, y la suerte del resto de las formaciones políticas, estuviera ya escrito antes del comienzo de una campaña que ha exprimido otra extenuante de cuatro años de duración. Pero eso lo sabremos después de que se cuenten los sufragios. Mantener a los políticos en la incertidumbre hasta ese momento constituye la íntima venganza de los electores.
Las ciencias sociales y la mercadotecnia política han experimentado una enorme expansión y son capaces de despiezar los impulsos y mecanismos que desencadenan las decisiones de los votantes. El problema radica en que tal capacidad explicativa se desarrolla casi siempre una vez que se han expresado las urnas. También la ciencia económica es clarividente cuando nos interpreta las causas de las crisis bursátiles... después de que se hayan producido. Se conoce, porque se ha medido con cierta precisión, qué tipo de actitudes y mensajes producen reacciones de atracción o repulsa. Sin embargo, se ignora por qué esas técnicas funcionan con unos candidatos y en unos ámbitos electorales precisos y fracasan absolutamente en otros.
Nunca se sabe hasta qué punto "tus" votantes seguirán siendo tuyos
La jornada electoral tiene mucho de liturgia y bastante de ajuste de cuentas
La convención a la que, simplistamente, damos el nombre de "elector" tiene en realidad infinitas facetas, inquietudes y motivaciones, y resulta inabarcable para los llamados científicos sociales. Su aspiración, y la de todo político, es imponerle al electorado su discurso y su temario. Pero nunca sabrá si una cosa y otra han sido asumidas por los destinatarios y si, cuando llegue el momento, éstos actuarán en el sentido que se pretende, como surge la nota deseada en un piano al pulsar la tecla precisa.
Los medios de comunicación se han convertido en la herramienta de los partidos para trasladar sus propuestas y, al tiempo, pueden transformarse en su enemigo más dañino si éstos confunden la imagen reflejada con la realidad. Lo mismo cabe decir de los sondeos de opinión. El riesgo está en que las encuestas proyecten el paisaje previamente dibujado por las preguntas que interesan a quienes los encargan, y no el real compuesto por las inquietudes y opiniones de la calle, que quizás no se llegaron a pulsar.
En este apartado entra el capítulo de los debates estelares. De los dos mantenidos por Rodríguez Zapatero y Rajoy se ha destacado mucho más el éxito de audiencia que la pobreza formal y de contenido de los mismos, un remedo de los debates de política general y sesiones parlamentarias de control celebrados durante la legislatura trasladados a un plató de televisión. Se ha dicho que su alto seguimiento demuestra el gran interés que existe en nuestro país por la política. Cabe preguntarse, no obstante, si las cifras de audiencia obedecen a esa supuesta atracción, que otros indicadores desmienten, o al hecho de que hubiera que remontarse a hace quince años para recordar el anterior cara a cara entre los dos principales candidatos y, por ello, se convirtieran en un acontecimiento mediático de primer orden. Ya se verá si se alcanzan los 13 y 11,9 millones de telespectadores -es sintomático el descenso del segundo con respecto al primero- cuando los debates se hagan rutina, como resulta exigible en una democracia mediática.
Los motivos que llevan a dar el voto a un candidato o sigla pueden ser tan simples, tan complejos y tan variables como los que inducen a concedérselo a otro, y no menos que los que provocan la abstención pasiva o militante. Nunca se sabe hasta qué punto "tus" votantes seguirán siendo tuyos y en qué momento y por qué oscuros motivos te darán la espalda y, lo que es peor, votarán en tu contra.
Ante ese elector resbaladizo, toda aproximación se antoja precaria y defensiva; y en tal tesitura se impone el temor a cometer un error sobre cualquier otra consideración. Sólo se atreve a arriesgarse quien no tiene nada que perder porque se considera perdido. Pero casi nadie quiere situarse de antemano en el papel de perdedor, porque en campaña electoral incluso los ateos creen en los milagros.
Para muchos electores, la jornada de las urnas tiene mucho de liturgia y bastante de ajuste de cuentas. Sin embargo, el candidato no sabrá hasta que se cuenten los votos por qué se equivocó cuando creía que apostaba sobre seguro. La virtud de la democracia es que concede cada cuatro años a los partidos la oportunidad de aprender de sus errores y la libertad de perseverar en ellos.
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