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Columna
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Paisaje después de la batalla

Antonio Elorza

Aun antes de que ETA pusiera en ellas su nota de muerte, las elecciones de mañana presentaban ya rasgos atípicos. De entrada, venían a resolver un contencioso abierto por las pasadas, con el partido perdedor en busca de la revancha tras juzgar que había sido desposeído del triunfo. El resultado fue un estado de excepción permanente en cuanto a las relaciones entre los dos grandes partidos, con una repercusión inmediata sobre los medios de comunicación, convertidos voluntaria o inconscientemente en agentes de radicalización de la opinión pública. El voto del domingo debiera acabar con esta bronca interminable, aun cuando a la vista de la campaña electoral no cabe abrigar demasiadas esperanzas. Las observaciones críticas de UPD recuperan de todos modos su actualidad.

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La última legislatura se ha desarrollado además, cosa insólita en el panorama europeo, a la sombra de dos terrorismos, cuya incidencia sobre la vida política, y por consiguiente sobre las elecciones, ha sido y es de primera importancia. Un terrorismo, el islamista, favoreció aunque no determinó la llegada del PSOE al Gobierno. Luego se convirtió en la piedra de toque para la credibilidad de los dos partidos, ante la delirante insistencia en la pista de ETA que el PP mantuvo como acusación descalificatoria del Gobierno, hasta que la sentencia del juicio del 11-M probó lo infundado de tan siniestra maniobra, con Rajoy en el papel de inverosímil Pilatos. El vasco, con la tregua de ETA y la casi suicida sumisión de Zapatero al wishful thinking de "la paz", estuvo a punto de arruinar la credibilidad del Gobierno, salvada por la propia torpeza de las condenas ante todo y por todo del PP, así como por la eficaz unidad de acción policial con Francia que sofocó hasta el crimen de ayer la voluntad de matar de los terroristas, amén de excluir definitivamente de la vida legal a sus satélites.

Última singularidad: las elecciones llegan cuando aún no se ha resuelto en la instancia judicial suprema el tema del nuevo Estatuto catalán y asoma en el horizonte la "consulta" kosovar de Ibarretxe. Dicho de otro modo, con el Estado de las autonomías en tela de juicio. La indeterminación en que se encuentran ambos temas ha propiciado, sin embargo, su relegación en la campaña, salvo por lo que concierne al conflicto entre "lengua propia" e idioma nacional en Cataluña y en Euskadi.

Consecuencia: en un sistema bipartidista imperfecto como el español, con fuertes liderazgos personales, la estructura del conflicto ha hecho de Zapatero y Rajoy los protagonistas indiscutibles de la campaña. De ahí el símil del combate de boxeo, culminado en los dos debates televisivos que, si bien considerados en sí mismos dieron poco de sí -ausencia total de debate sobre los grandes temas políticos, análisis cero, datos falseados, la política internacional como si no existiera-, funcionaron desde el punto de vista de la política como espectáculo. Zapatero confirmó su calidad de buen actor, incluso en su despedida, con excelente memoria y nerviosismo o huida ante las críticas. Por su parte, Rajoy hubiera merecido el sobrenombre pugilístico de "el bombardero de Santiago" por el número de golpes lanzados para acusar a ZP de "los males de España", si bien evidenció, lo mismo que en la entrevista del jueves, la insuperable limitación propia del "hombre de casino provinciano" a la hora de argumentar unos juicios expresados con tanta rotundidad. Ejemplo: ¿asignatura de ciudadanía? "La eliminaré. No tiene sentido", responde. Al plantear el contrato de inmigración o la unidad de España, ninguna explicación. Prefiere el muro.

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A no ser que la recuperación anunciada proporcione la sorpresa, el resultado debiera responder al contenido de campaña "popular", de buena ejecución, pero orientada a olvidar ese centro donde suelen ganarse las elecciones y a plasmar el Gran Rechazo de un electorado para el cual, ahora más con el refuerzo de la Iglesia de Ratzinger/Rouco, la derecha es una identidad. De ahí que en su final de campaña el PSOE parezca estar luchando ante todo por despegarse al máximo del adversario, como el corredor que necesita hacer marca, lo cual en este caso responde a una exigencia vital para el futuro Gobierno de Zapatero, y diría que para toda la izquierda: depender de un mínimo de votos nacionalistas, con el Estatut y el órdago de Ibarretxe a la vista. Sin olvidar la crisis económica, con la xenofobia que asoma en torno al tema inmigración.

Consecuencia, en fin, de una campaña tan personalizada, puede ser la elevación inmerecida de dos políticos a la condición de líderes carismáticos. Las consecuencias pueden ser particularmente negativas para un PP que debería no sólo responder a un complejo de intereses, sino también adecuarse a la modernización experimentada por nuestra sociedad.

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