Pequeño teatro, gran espectáculo
No se va a celebrar la final de una liga de fútbol; simplemente, un debate entre dos candidatos políticos. Cuando estas líneas sean publicadas, el debate ya se habrá celebrado y habrá dos ganadores. Seguro que habrá ganado Zapatero. Seguro que Rajoy. Cada partido jurará que su líder ha marcado más goles que el contrario. Es la ley inviolable de la pugna política: nadie puede admitir la derrota. El fútbol, afortunadamente, no es así. Como espectáculo, pese a todas sus lacras, el fútbol es más limpio.
No tenemos más remedio que hablar de este gran espectáculo. En los últimos tiempos la política se ha desplazado a la sección llamada de "espectáculos". Terreno peligroso donde prosperan los "titiriteros", los "untados del canon digital" y otras especies mayormente nocturnas y alevosas. Ahora se trata, dicen, de animar a la izquierda a abstenerse. La derecha, de pronto, reivindica al currante que sale de su casa a las siete de la mañana (siempre a la siete de la mañana, no a las seis ni a las ocho) con la tartera puesta. La derecha ha encontrado, supone, un filón en el viejo calvinismo de izquierdas. Seguro que Joan Manuel Serrat no se levanta nunca antes de las doce, insinúa el candidato popular. Seguro que los titiriteros piensan como el maestro Manuel Alcántara (que no es titiritero ni de izquierdas, pero sí un hombre libre) cuando dice: "Me gustaría mucho ver amanecer si sucediera a otras horas".
La derecha, de pronto, reivindica al currante que sale de su casa a las siete de la mañana
Los debates se hacen, por si acaso, a otras horas. No cuando los currantes salen a currar. No al alba, como los duelistas románticos. Los debates son un gran espectáculo. No hemos dicho que un buen espectáculo; sólo un gran espectáculo capaz de congregar ante el televisor audiencias millonarias. Un espectáculo cuantificable en euros. Son la constatación (estos debates) de que habitamos una sociedad donde todo deviene espectáculo. Somos la sociedad del espectáculo. De modo que el político debe proporcionarnos, en tiempo de campaña electoral, espectáculo antes que doctrina.
Quizás no sea el mayor espectáculo del mundo, pero el circo mediático que apareja la celebración de una campaña como la presente puede ser una dura competencia para la inane televisión actual. Habrá incluso quien piense que las elecciones deberían celebrarse con periodicidad anual para garantizar a las televisiones unas cifras de audiencia aceptables. De momento, la gran aportación de estos debates ha sido un personaje: la niña de Rajoy. La niña arrasa. En Internet la niña se codea con otras niñas célebres: Carmencita, la niña repelente del César Visionario, la niña terrorífica del El exorcista o la pequeña Heidi. La niña ha sido un éxito. Lo que pasa es que no es original, ni siquiera española. La niña es mexicana. Corre por Internet el vídeo en el que el presidente de México, Felipe Calderón, nos presenta a la niña de Rajoy, es decir, a su niña, en un estadio durante la campaña electoral de aquel país. El candidato entonces (presidente victorioso después) imaginaba un México con igualdad de oportunidades para su niña indígena. El cuento de la niña funcionó.
Quienes vean el vídeo mexicano tal vez piensen o imaginen que ambos (Felipe Calderón y Mariano Rajoy) comparten asesor. Y si piensan o imaginan tal cosa estarán en lo acierto. Así es. Ambos políticos comparten el mismo asesor de campaña. De manera que la niña es de ambos, de Felipe y Mariano. O tal vez de ninguno, "ni de Dios ni de nadie, ni suya siquiera", como escribió Agustín García Calvo hace una eternidad. Otro titiritero.
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