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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Baudelaire en la petanca

Esta tarde de sábado se me ha aparecido en el Club Petanca Carmelo el espíritu de Baudelaire, su fantasma nocturno y cosmopolita de hombre que ha muerto mascullando "la luna es bella". Y ahora creo que el espectro me ha salido al paso porque, sin darme cuenta, lo he invocado llevando bajo el brazo Les flors del mal (Edicions 62), en la traducción delicada, detenida, exacta, fanáticamente completa, que el profesor Jordi Llovet acaba de publicar a modo de lírica despedida de una universidad que ha cambiado el saber universal por el mercado único. Esta tarde turbia de niebla, y luego turbia de noche, se me ha aparecido impaciente Baudelaire, para decirme que la petanca es el lirismo de los pobres y que por eso toda Barcelona se extiende como un ángel dormido a los pies de este club modesto, arrinconado en el verdor de una montaña obrera.

Apoyado en una barandilla del club, hay un señor mayor con pelliza, y melena blanca, y perilla a lo Buffalo Bill (¡cómo le hubiera gustado al poeta e.e. cummings!), y llavero del Che, que contempla encandilado el caer de las bolas sobre la pista de grava en su artillería de fin de semana. "¡Sales tú, Juanito!", ha dicho otro señor, calvo y con bigote y con panza de bar y de guiso hogareño, es decir, un hombre normal y corriente, que anda ahora con su par de bolas en la mano. El club es un puñado de hombres y de mujeres que han encontrado una afición donde otros buscan caracoles, entre las matas del campo. Y Barcelona es esta tarde, ya digo, una ciudad fantasmagórica, disuelta en la opacidad de la niebla, es una presencia ominosa, así lo explicaba todo Lovecraft, de la cual apenas se distinguen los edificios más cercanos y unas luces a lo lejos. Las viejas historias de terror y de aventuras empiezan siempre con unas luces a los lejos. "¡Fíjate cómo se ha puesto!", señala una mujer, y ahora los jugadores miran hacia abajo, al pie de la montaña, para no distinguir nada, acaso un desierto blanco, un paisaje metafísico. "¡Vaya niebla!", exclama alguien, y un tercero responde con autoridad: "Eso no es niebla, es humedad".

De una casa vecina, sale el canto de un gallo que le dice adiós a la tarde, y en el cielo abre una carretera de espuma un avión supersónico. Baudelaire es el poeta que ha querido confundirse entre la multitud, asqueado de su condición de héroe solitario. Baudelaire es de esta manera un poeta que ya no cabe en Barcelona ni en ninguna otra ciudad del mundo, y por eso ahora vaga con la indolencia natural de los espectros entre los apartados, los remotos clubes de petanca.

Resulta que Barcelona y el mundo, al final, se han inclinado más hacia Víctor Hugo, quien creyó ciegamente, románticamente, en lo inapelable de la masa, que eligió a la multitud como heroína y que quizá por esta razón tituló su épica (Los miserables, Los trabajadores del mar) con nombres colectivos. Barcelona, en su voluntad de masa, tiene un plan de urbanización que afecta a este club de petanca, y ahora los socios no saben cuánto durarán las pistas y cuánto durará su humilde bar, que es una caseta de obra festoneada con los colores del equipo, azul y amarillo, con unas mesas de superficie rayada por el roce del dominó, y con una colección de trofeos plateados, intercalados entre jaulas pajareras, y con un retrato del Camarón junto a un banderín del Barça, y con un ventilador rebozado en polvo, y con un corcho en el que se clavan las convocatorias, y con un espejito tras la barra donde se reflejan una ristra de chorizos y un pedazo de morcilla en su infinito colgar, como cuelga perpetuamente el cadáver del poeta Villon. Contemplada desde este lugar, Barcelona es una ciudad que está perdiendo sus rincones, y sus profesores, y hasta sus fantasmas.

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