Botella y los 'graffiteros'
Comparto la opinión de Ana Botella sobre las pintadas. Y coincidir en algo con la esposa del señor Aznar sobre la forma de ver la gestión pública constituye para mí un acontecimiento insólito en lo personal. Lo cierto es que estoy de acuerdo con la concejal de Medio Ambiente en que el fenómeno del graffiti tiene mucho de vandalismo y poco de arte urbano. Es más, siempre he creído que las pintadas constituyen uno de los elementos que más ensucian, afean y degradan una ciudad. Tengo en consecuencia que aplaudir su declarada intención de redactar una ordenanza municipal que incremente las multas para los delincuentes del spray y que donde había un pellizco de 150 euros les metan un palo de 6.000, o que limpien paredes hasta la extenuación.
Madrid gasta más de seis millones de euros cada año en limpiar paredes, y la inversión luce bien poco
Es verdad que luego estas sanciones son difíciles de ejecutar, pero al menos se lo pensarán dos veces antes de engorrinar una pared impoluta con cualquier mamonada. En cambio, y para una vez que coincidíamos, lamento discrepar con doña Ana en su apreciación general sobre los graffiteros, que no contempla siquiera la posibilidad de que entre ellos haya algún artista. En eso creo que se equivoca. Aunque el talento sea un bien escaso y el predominio de los pintamonas resulte abrumador, hay gente con arte en las manos y quienes regentan una ciudad están en la obligación de cobijar y dar salidas, les guste o no, a cualquier forma de expresión lúcida que surja en su territorio.
Es evidente que el nudo gordiano de este asunto está en la discriminación, en cómo perseguir al vándalo que pintarrajea la primera fachada que pilla sin reprimir al artista. Resulta complejo, por lo que tiene de subjetiva la distinción; sin embargo, no lo sería tanto si la ciudad lograra implicar a los propios graffiteros en la valoración. En esa línea estaba la reciente propuesta de los grupos de la oposición en el Ayuntamiento de Madrid para habilitar espacios concretos donde pudieran pintar sus murales. Y no sólo esto, que ya está inventado y se hace en otros municipios, sino que las juntas de distrito y los propios graffiteros organizaran los turnos para que sus obras tuvieran un tiempo establecido de exposición. La idea es que cada distrito disponga al menos de un millar de metros cuadrados para este fin. Esta propuesta tiene la ventaja de contar con la complicidad de aquellos que al menos se curran los murales y a los que también joroba que venga un matao cualquiera y le meta cuatro puñetazos al bote del spray y pinte sobre lo suyo. Eso le daría más autoridad moral a la acción municipal a la hora de cargar enérgicamente contra todo aquel que pinta donde le viene en gana.
La concejal Botella no sólo se ha negado a aceptar una propuesta razonable y razonada, sino que argumenta su negativa asegurando que daría lo mismo que el Ayuntamiento pusiera las paredes porque los graffiteros pintarían en cualquier sitio, ya que lo que quieren es transgredir.
Doña Ana mete a todos en el mismo saco, sin caer en la cuenta de que favorece así a los que realmente más daño hacen a la estética y la limpieza de la ciudad pintando chorradas en pocos segundos y en la pared que se les pone a tiro. Esa dureza sin válvulas de escape corre el riesgo de producir el efecto inverso al deseado. Los gamberretes pueden sentirse provocados y, estimulados por el protagonismo y el morbo de la transgresión, dejarnos la ciudad como un ecce homo.
El de los graffitis no es un problema menor en nuestra capital. Madrid gasta más de seis millones de euros cada año en limpiar paredes, y la inversión luce bien poco. Un empleado municipal puede tardar horas en lavar una pared que al día siguiente está otra vez igual. En realidad, son excepción las grandes ciudades que han logrado paliar este azote a la estética urbana. Londres, por ejemplo, lo ha tratado de regular creando una ruta del graffiti que ya se incluye en los recorridos turísticos. Aquí en España, está el caso de Gijón, donde destinaron las cajas de los tendidos eléctricos de las aceras para soporte de graffitis. El resultado es bastante interesante y como poco logra un marco de convivencia con los potenciales artistas que ya no podrán ser utilizados como coartada por quienes no pintan un pimiento.
La concejal Botella no debe ver en los graffiteros a un gremio marcado por el sectarismo político. Con unas elecciones generales en ciernes, la ecuanimidad del spray en el reparto de cera tiene su más claro exponente en es ese gran mural de la calle del Cardenal Herrera Oria que hermana a Zapatero con Rajoy. "Los mismos perros", reza la leyenda, "con distinto collar". Otra forma de ver el 9-M.
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