_
_
_
_
_
LOS JUEVES, INVITADO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Esto del teatro no se acaba

A mediados de los setenta, cuando yo empezaba en este oficio, un amigo y gran profesional del teatro en el cenit de su carrera artística me dijo: "Siento un poco de pena por vuestra generación... Esto del teatro se acaba... para nosotros ya es tarde y tal vez consigamos llegar al final con un poco de dignidad, pero vosotros tendréis que cambiar... Con lo que está llegando, ¿quién va salir de su casa?, ¿para qué?". Era el momento en que se preparaba la explosión del vídeo. ¡Sólo del vídeo! Nadie podía ni siquiera soñar el mundo de pantallas que marcarían nuestras vidas un par décadas después. Y sin embargo, corría un aire agónico en el mundo del teatro. La extraordinaria riqueza escénica de los años sesenta, (no en nuestro desierto ibérico desgraciadamente) en la que el teatro había salido ampliamente triunfante ante a los agoreros que pronosticaban su desaparición frente al cine parecía el último canto de cisne de un arte "antiguo", fosilizado y destinado a desaparecer rápidamente. No en vano estábamos todos enardecidos y aplastados por el gran eslogan "una imagen vale más que mil palabras". ¿Para qué iban a salir de sus casas?

Quizá la gente acuda a los montajes para que les cuenten una historia "sin efectos especiales"

A principios de los ochenta un alto responsable político y cultural me esbozó una respuesta: "Está a punto de llegar el día en que en lugar de viajar las compañías, la gente se pondrá sus mejores galas para acudir a distintos teatros en distintas ciudades simultáneamente y asistir a la retransmisión de la obra que se estará representando en directo desde un único teatro...". Es decir, que en el mejor de los casos estábamos destinados a la retransmisión.

Y resulta que, años después, en estas fechas nuestras y contra todo pronóstico, las cifras nos dicen que, en muchos países, aumenta la asistencia a lo que los franceses con su fino instinto y su curiosidad real por la cultura bautizaron como spectacle vivant. No sólo aumenta para la música o para la danza, cuyos espectáculos eliminan, por naturaleza, cualquier barrera de comprensión lingüística, sino también y sobre todo para el teatro, donde los actores además de moverse, expresan sentimientos en una lengua determinada, generalmente la del espectador, es decir, hablan. Claro está que vivimos un momento en que fácilmente podemos tener nuestra propia imagen a disposición para jugar con ella sin sorprendernos y que los equipos de campaña de los grandes líderes políticos se devanan los sesos no por encontrar una imagen, sino justamente una frase, es decir, palabras. ¡Le dimos la vuelta a la tortilla! Aunque al darle la vuelta descubramos que es otra tortilla.

Yo no sé por qué las personas acuden al teatro. Podría, a duras penas, explicarme a mí mismo por qué lo sigo practicando aunque sé que siempre lo he hecho para esas personas. Pero el otro día, asistiendo a una magnífica y gozosa representación (¡a veces ocurre!) y observando sobre todo al público me dio por pensar que tal vez acudieran a esa mentira compartida, que no engaño, para que les contaran una historia "sin efectos especiales"... O, tal vez, porque en el teatro, a modo de refugio, encuentran reflejados sentimientos y pulsiones que han desaparecido, amputados por nuestra embrutecida y codificada realidad retransmitida. Por supuesto que también esos sentimientos los refleja el cine de un modo sublime, pero tal vez sea porque el espectador al tener enfrente a alguien de carne y hueso como él le otorgue su confianza: todo lo que le ocurre a un actor le puede ocurrir biológicamente a un espectador... Y ese raro momento de empatía -exclusivo del amor y del teatro- reconforta. También podría ser porque en el teatro uno se siente menos solo (las butacas de un cine sirven para aislar, incluso para comer... En el teatro, en cambio, una cierta incomodidad y el roce de los codos es fundamental). O quizás porque, en este mundo de atropellos verbales que nos rodea, el teatro es uno de los últimos espacios donde uno puede y debe ejercer individual y colectivamente el derecho a escuchar hasta el final los sentimientos y las razones de los personajes sin que nadie interrumpa a los pocos segundos. Y así poder comprender... Una manera de sentir viva la inteligencia... ¡No estaría mal!

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_