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Columna
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¿Un Kosovo para Euskadi?

En lo que preferiríamos considerar como un arrebato pasajero, la portavoz del Gobierno Vasco, Miren Azcarate, ha dicho que Kosovo supone una lección sobre el modo de resolver de manera pacífica y democrática conflictos de identidad y de pertenencia. Si la propuesta del lehendakari, Juan José Ibarretxe, guardara algún paralelismo con el abismo de Kosovo, las vascas y los vascos harían bien en apresurarse y tomar distancia de semejante dislate. Porque la proclamación unilateral de independencia formulada el domingo por las autoridades hasta ahora provinciales de Pristina abre un panorama atroz, por completo disuasivo para quienes como nuestros compatriotas se han dado una autonomía ejemplar como la del Estatuto de Guernica en el marco de la Constitución de 1978.

La cuestión es si alguien en su sano juicio cambiaría la vida en el Euskadi autónomo por el desastre de Kosovo

Todo el itinerario hasta ahora recorrido por Kosovo hacia su independencia es un vía crucis disparatado, al que han conducido acciones y reacciones de una y otra parte -serbia y albanesa- definidas siempre por su carácter provocador con resultados sangrientos. A lo que hemos asistido es al intento de bautismo de un nuevo Estado étnico. La prensa, que ha informado de la alegría ingenua de banderas y danzas folclóricas protagonizada por la mayoría albanesa, da también cuenta del pánico que ha hecho presa en la minoría serbia. Llegados aquí, conviene señalar, como observa José María Ridao, que en Europa hemos dado en llamar etnia a toda diferencia política, siempre que haya sido pasada por las armas. Reconozcamos que el proceso seguido en los Balcanes para la pulverización de Yugoslavia ha sido el alineamiento étnico. Es decir, del retroceso al primitivismo originario carente de cualquier sentido racional. Su impulso motor obedece al instinto más elemental de supervivencia. Porque la mera condición ciudadana ha pasado a convertirse en peligrosa tierra de nadie, en retroceso acelerado hacia su extinción. Por eso, cada quien debió rastrear en sus raíces, en sus creencias, en su parentela o en su genealogía para encontrar alguna pertenencia salvadora que invocar en la que refugiarse. Es lo que sucedía en aquel cuento a propósito de la identificación de coreanos del Norte o del Sur, condición definidora de un antagonismo que nadie quería revelar -coño, dilo tú primero- sin saber previamente la de su interlocutor armado.

Inútil repetir que el itinerario cumplido en el proceso de Kosovo está en flagrante contradicción con la legalidad internacional, que viola la resolución 1.244 del Consejo de Seguridad -bajo la cual se procedió a esa especie de protectorado de Naciones Unidas, sostenido por el despliegue de los 16.000 efectivos de la KFOR liderado por la OTAN-, que transgrede los acuerdos de Helsinki sobre las fronteras en Europa y así sucesivamente. Sucede que quien tiene padrino se bautiza y como ha escrito en La Vanguardia Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales de París, "los Estados Unidos querían dar satisfacción a los albano-kosovares, confiando así en ver a un pequeño Estado europeo plenamente devoto y consagrado a su causa". Estamos, pues, ante la prevalencia del interés de Washington endosado por el Reino Unido y la consiguiente resignación de París o Berlín.

Para la UE, la aceptación en orden disperso de la independencia de Kosovo abre un camino escarpado porque a partir de ahí, ¿cómo no conceder a los serbobosnios la independencia que reclaman?, ¿por qué habría de respetarse la integridad de Bosnia? Tampoco las reclamaciones de los serbios de Kosovo, contrarios a aceptar la soberanía del Estado naciente, podrán ser ignoradas si hay un mínimo de coherencia. Queda sin más incoado el proceso para dar origen a otros kosovitos sobre la base de las poblaciones de mayoría serbia que padecieron el éxodo de más de 200.000 habitantes, víctimas del llamado Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK) que tiene un haber abultado de asesinatos impunes de centenares de serbios y romaníes. Lo mismo puede decirse de los aspirantes a fragmentar Macedonia, Hungría, Chipre, Suecia o Eslovaquia, conforme a criterios étnicos.

La cuestión es si alguien en su sano juicio cambiaría la vida en el Euskadi autónomo por el desastre de Kosovo, nacido con la oposición de Serbia, sin posibilidad de incorporarse a Naciones Unidas, sujeto a las peores bandas de delincuencia organizada, pero eso sí, dispuesto a tantas celebraciones como se avecinan cada vez que presente credenciales un embajador como el de Lesoto o se produzca la incorporación del Estado a la Unión Postal Internacional o a la Comisión Internacional de Pesas y Medidas. ¿De verdad Kosovo es un proyecto atractivo para ofrecerlo a la población del País Vasco?

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