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Columna
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De entrada, no. Después ya negociaremos

Antón Costas

¿Cómo acostumbra a comportarse un ejército, o un grupo social de cualquier tipo, cuando quiere negociar con otro un acuerdo sobre alguna cuestión decisiva para su futuro como tal grupo? Si se paran un momento a pensar verán que, con frecuencia, acostumbra a hacer demostración de fuerza antes de ponerse a negociar.

El objetivo perseguido con esa acción es intimidatorio, dirigido a que el contrincante le respete en la negociación. Es como decirle: "Vete con cuidado y mira con quién te la juegas, no vaya a ser que te equivoques creyendo que enfrente tienes a un rival fácil". Esta estrategia se acentúa cuando el grupo en cuestión tiene la percepción de que el acuerdo puede perjudicar a su statu quo.

La calidad del sistema educativo nunca podrá ser mejor que la calidad de su profesorado y de sus directores de centros

Este tipo de comportamiento se puede encontrar en grupos muy variados, que van desde las grandes naciones a pequeños grupos sociales o corporativos, pasando por grupos guerrilleros o terroristas. Es, pongo por ejemplo, lo que acaba de hacer el presidente Putin, desplegando de nuevo la flota rusa por los mares del globo, antes de ponerse a negociar un nuevo acuerdo armamentístico con Estados Unidos y la OTAN.

Aunque muy distinto y distante, eso es quizá lo que ocurrió entre nosotros la semana pasada con la convocatoria de huelga y manifestación en la calle de los maestros, profesores y sindicatos de la enseñanza pública no universitaria contra una propuesta de bases del consejero de Educación, Ernest Maragall, para la reforma de algunos aspectos de la gestión de las escuelas públicas.

A primera vista, se puede pensar que la intención de los convocantes era decirle al consejero que no están dispuestos a negociar su propuesta. Pero al día siguiente, los dos principales sindicatos, UGT y CC OO, se dirigieron al consejero para mostrar su disposición a negociar. Le han venido a decir: "De entrada, no a cualquier cambio. Después, previa una manifestación de nuestra fuerza, ya negociaremos".

Comprendo, desde la perspectiva comentada, la estrategia de negociación que quieren desarrollar maestros, profesores y sindicatos. Pero me temo que una gran parte de la población que no está implicada en el día a día de las escuelas e institutos, pero que tiene un interés comprensible y directo en que las cosas mejoren, rechace esa estrategia y no comprenda sus motivos. Probablemente los convocantes hayan quemado en salvas una parte importante de su credibilidad como grupo que busca el interés general, para acabar siendo percibidos como grupo a la búsqueda de protección para sus intereses privados y corporativos.

Otro riesgo es que una parte importante de la opinión pública haya visto su acción como una manifestación más de esa cultura del no que se extiende, como si de un virus infeccioso se tratase, a gran parte de nuestra sociedad. Una cultura del no que dificulta abordar problemas urgentes, como es en este caso el de la enseñanza.

Nadie pone en duda ya que tenemos un problema grave y urgente con nuestra enseñanza, especialmente con la pública. Las sucesivas oleadas de resultados comparados que ofrece el llamado informe PISA no han hecho otra cosa que evidenciarlo. Algo que ha de sorprendernos, porque no puede ser considerado normal que una comunidad como la catalana, con un nivel de desarrollo económico y cultural elevado, tenga sin embargo tan magros resultados educativos, en particular, en la escuela pública.

Hemos cambiado y vuelto a cambiar las leyes educativas. De hecho, en cada legislatura política se ha elaborado una nueva ley de enseñanza. Todo un récord entre países serios. Lo único que no ha cambiado son los resultados.

Con buen criterio, a mi juicio, el consejero Maragall ha huido de plantear una nueva reforma general de la enseñanza, para dirigir los esfuerzos a mejorar algunos aspectos del funcionamiento del sistema educativo público. En concreto, si he entendido bien el documento Bases per a la Llei d'Educació de Catalunya. Una llei de país, el consejero ha optado por poner el acento en la calidad del profesorado y en la calidad del gobierno de las escuelas.

Y es aquí, especialmente en el tema del gobierno de las escuelas, donde parece que han vuelto a aparecer algunos viejos fantasmas, bajo el miedo y rechazo a una posible privatización encubierta. El viejo fantasma del nominalismo, del quedarse en las palabras y no bajar al contenido de las reformas, que tan conservadora ha hecho a una parte de la izquierda.

Hay que acabar con el buenismo y el igualitarismo que lleva a pensar que todo el mundo vale para dirigir un centro escolar. Como si estar al frente de una escuela fuese lo mismo que ser presidente de la comunidad de vecinos, que toca por turno. La situación me hace recordar una expresión atribuida a Woody Allen que dice que "aquellos que no saben, enseñan, y aquellos que no saben enseñar, dirigen".

Para mí, después de intentar comprender por qué algunos países tienen mejores resultados educativos que otros, hay un criterio claro: la calidad del sistema educativo nunca podrá ser mejor que la calidad de su profesorado y de sus directores de centros. Si estamos de acuerdo en esto, es posible avanzar.

Pero, en cualquier caso, sindicatos, maestros y profesores deben entender que el diseño del modelo de gestión del sistema educativo público no es monopolio de ellos. Es de la sociedad en su conjunto.

Pero aquí surge otra sorpresa: la ausencia de la sociedad en este debate. Es como si las clases medias, que son las que tienen mayor capacidad de hacer oír su voz, se hubiesen desentendido de la enseñanza pública. Posiblemente porque han ido encontrando su solución particular en la privada o en la concertada. Pero si es así, tenemos otro problema grave.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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