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Línea infranqueable

La Iglesia católica es una institución constitutivamente antidemocrática. No puede dejar de serlo. De ahí que su encaje en una sociedad que descansa en el principio de legitimación democrática del poder no sea fácil. Más todavía cuando esa sociedad, como ha ocurrido con todas las europeas en general y de manera muy particular con la española, ha descansado durante siglos en el origen divino de la soberanía.

El principio de legitimación democrática del poder mediante el ejercicio del derecho de sufragio en condiciones de igualdad por todos los ciudadanos de ambos sexos no admite competidores. Es indiscutible y es, además, una regla que no admite excepción. La excepción es siempre contravención de la regla. Cualquier decisión política o cualquier norma jurídica tiene que tener una conexión con dicho principio de legitimación democrática. Directa o indirecta, pero la conexión tiene que estar siempre presente. Si no existe, la decisión o la norma son anticonstitucionales, anticonstitucionales en el sentido profundo de ir contra el principio constitutivo del Estado.

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Ciertamente, ese principio de legitimación democrática tiene límites en sus formas de manifestación. No puede expresarse de cualquier manera, sino a través de los órganos y de los procedimientos que se establecen en la Constitución. Lo que tiene que ser decidido mediante ley orgánica no se puede decidir mediante una ley ordinaria y las materias que están vedadas al decreto-ley no permiten recurrir a esta figura normativa, etcétera.

Pero cuando se expresa a través de la forma constitucionalmente prevista, el principio de legitimación democrática no tiene más límite que el núcleo esencial de los derechos fundamentales definido por el constituyente, núcleo esencial que no es ni siquiera reformable mediante la revisión de la Constitución. No hay mayoría por muy amplia que sea que pueda privar a nadie del derecho a la libertad religiosa o a un proceso con todas las garantías.

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Respetando estos límites sustantivos y procesales, el Estado puede decidir lo que le parezca pertinente de acuerdo con el juego de la mayoría y minoría que resulte del ejercicio del derecho de sufragio en cada consulta electoral. Y la decisión que se adopte dispone de una presunción de legitimidad que no puede ser puesta en cuestión. Se podrá estar de acuerdo o se podrá estar en desacuerdo con ella, se la podrá criticar e incluso se podrá actuar con la finalidad de que dicha decisión sea revisada en el futuro. Pero lo que no se puede aceptar es que se discuta la legitimidad de los órganos estatales democráticamente constituidos para decidir lo que han decidido. Y menos por los dirigentes de una institución, como la Iglesia católica, que carecen de cualquier tipo de legitimidad democrática.

Nada hay que objetar a que la jerarquía católica ejerza los derechos constitucionalmente reconocidos y que organice manifestaciones, redacte escritos contra la política general del Gobierno y de la mayoría parlamentaria en que se apoya e incluso que pida el voto para un partido político, pero lo que no resulta admisible es que niegue la legitimidad del Parlamento y del Gobierno democráticamente constituidos para adoptar las decisiones que han adoptado o para aprobar las normas jurídicas que estimen pertinentes.

La frontera entre la crítica por la política que se hace y la negación de la legitimidad para hacer esa política no puede ser traspasada o, mejor dicho, en el caso de que se traspase, tiene que ser respondida con firmeza por parte de la autoridad civil democrática. El Estado tiene que aceptar que la jerarquía católica convoque manifestaciones contra el matrimonio homosexual, contra la educación para la ciudadanía, contra la reforma de los estatutos de autonomía o contra la política antiterrorista. Le podrá gustar más o menos, pero el ejercicio de ese derecho es inobjetable.

Pero el Estado no puede dejar de reaccionar ante la negación de su legitimidad para hacer política de acuerdo con la voluntad manifestada por los ciudadanos a través del ejercicio del derecho de sufragio. Dejar de reaccionar es aceptar la negación de su legitimidad, es dejar de ser lo único que no puede dejar de ser.

Y esto es lo que ha hecho la Iglesia católica a lo largo de toda la legislatura, pero de manera particularmente intensa al final de la misma, cuando estamos en puerta de las elecciones generales. De ahí que no se pueda dejar de estar de acuerdo con la reacción del presidente del Gobierno ejemplificada con su encuentro con el nuncio. No se puede pasar lo que no se puede pasar.

Esa línea de lo infranqueable no debería haber sido necesario que tuviera que ser recordada, pero tal como se han puesto las cosas, no había más remedio que hacerlo. Lo único que cabe esperar es que no haya necesidad de volver a recordarlo.

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