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Columna
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Después del paréntesis

Con la suspensión de ANV y el PCTV, prólogo de su probable ilegalización, y la detención como imputados por delitos relacionados con el terrorismo de la mayoría de los dirigentes de Batasuna se cierra un paréntesis (de unos dos años) de tolerancia de hecho hacia esa formación dentro de un ciclo largo de acoso policial y judicial contra el entorno de ETA. Más que un cambio de política, lo que hay desde la ruptura de la tregua es una vuelta a la estrategia compartida anterior.

La continuidad de esa política con independencia del signo del Gobierno que la dirija es el resultado de experiencias que no sería posible ignorar. El fracaso del intento de Lizarra demostró que era utópico pensar en una repetición de la experiencia de la disolución de ETA (p-m), a comienzos de los 80, como resultado de la presión de su brazo político, Euskadiko Ezkerra. El planteamiento del Pacto de Ajuria Enea se basaba en esa expectativa. Pero la constatación de que ni siquiera en las condiciones más favorables era Batasuna capaz de jugar ese papel dejó sin sentido seguir disimulando la evidencia de que formaba parte de un entramado dirigido por ETA. Algo que nadie ignoraba en Euskadi, y menos que nadie el PNV, que periódicamente se lo reprochaba a los Otegi y compañía.

Ya no tiene sentido seguir disimulando que Batasuna forma parte del entramado de ETA
Rota la tregua, no es posible volver al punto en que quedaron las negociaciones de Loyola

Al romper la tregua de 1998-99 (y asesinar en un año a 23 personas, de las que 15 eran civiles, y de ellos, 11 políticos) ETA condenó a Batasuna a la ilegalidad: no era posible que participara en las elecciones y recibiera fondos públicos un partido que era a la vez parte de una trama que eliminaba rivales políticos a tiros. De entonces, y no de una reciente caída del caballo, parte la actual política antiterrorista, tras el paréntesis abierto en 2005.

Zapatero interpretó algunos datos reales (dos años sin muertos) y ciertos mensajes ambiguos como disposición de Batasuna y ETA a pactar una retirada. Una vez evidenciado que la banda no estaba dispuesta a retirarse, ni su brazo político a separarse de ella, se regresa al punto anterior. No al que llegaron las conversaciones que rompió ETA con la bomba de la T-4, sino a la política de acoso que le había llevado a la tregua. Esta política es la otra cara de una estrategia consistente en demostrar que la permisividad que propicia el compromiso de dejar de matar se convierte en la máxima dureza que permita la ley si se rompe ese compromiso.

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Cuando hasta los de Aralar han dicho que para aceptar la negociación será exigible en adelante un compromiso previo de abandono definitivo e incondicional de la violencia, la contraposición entre política de derrota y de negociación es en buena medida artificial. La diferencia sobre la forma que revestirá el acto final de ETA no modifica las prioridades actuales ni podrá, por tanto, ser convertida en motivo de confrontación o ser invocada como pretexto para mantener la división.

Desde el otro lado, carece de realismo la pretensión de dirigentes de Batasuna como Karmelo Landa (detenido en la última redada) de que el nivel de acuerdo alcanzado entre PNV, PSE y Batasuna en las conversaciones celebradas en Loyola en 2006 constituye el punto de partida para ulteriores negociaciones "del que no es posible retroceder". En Loyola hubo un principio de acuerdo que incluía una referencia a un órgano de cooperación del País Vasco y Navarra, pero expresamente condicionado al fin de la violencia y con la cautela de plantearlo "de conformidad con las normas y procedimientos legales", según el testimonio (Diario Vasco, 6-2-2008) del escritor y periodista L. A. Aranberri, Amatiño, estrecho colaborador de Imaz en esa época.

Otros testimonios han precisado que la ruptura se produjo por la pretensión, transmitida por Otegi, de que ese órgano de cooperación debería convertirse en el plazo de dos años en una nueva comunidad integrada por ambos territorios, lo que sería ratificado en referéndum por cada uno de los territorios y para el que los socialistas navarros debían comprometerse a propugnar el sí. Según Amatiño, la propuesta fue presentada bajo la amenaza de que si no se aceptaba "todo se rompería", y con el mensaje implícito de que "ETA volvería a matar". Con independencia del error de aceptar que tales propuestas se pusieran sobre la mesa antes de que hubiera acuerdo sobre la retirada de ETA, es evidente que lo planteado como hipótesis para favorecer ese final no puede mantenerse después de que la banda decidiera volver a matar. Hacerlo sería convalidar la compatibilidad entre política y terrorismo.

Por eso resulta incomprensible que también el PNV de Urkullu haya deslizado la idea de que lo negociado en Loyola con Batasuna puede ser la base de un acuerdo (¿sobre la propuesta de Ibarretxe?) a cambio del apoyo a la investidura de Zapatero, si gana. Como testigo directo, el sucesor de Imaz no puede ignorar las circunstancias en que se produjo aquella negociación. Echársela ahora en cara al Gobierno para oponerse a las ilegalizaciones en curso revela cierta hipocresía. La misma que supone acusar a los socialistas de oportunismo por no haber prohibido antes las listas de ANV y PCTV y hacerlo ahora "por electoralismo"; cuando ha sido el PNV, especialmente en las elecciones de 2001, en que recogió la mitad de los votos anteriores de Batasuna, el beneficiario de la no participación de la izquierda abertzale.

Su argumento de que sacar de la legalidad al brazo político de ETA (y sucedáneos) supone "ilegalizar ideas" tiene casi tan poco sentido como la actitud de los independentistas gallegos que portaban carteles con esa misma frase cuando, el martes, pretendían impedir que hablase en la Universidad de Santiago la parlamentaria vasca del PP María San Gil, a la que llamaron fascista y terrorista: a una mujer a la que ETA intentó asesinar en el cementerio de Zarautz, junto con otros miembros de su partido, el 9 de enero de 2001.

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