Las entrañas de Shakespeare
Varios agentes de la Policía Municipal de Madrid se afanan en sus cacheos a los moradores de la plaza de Lavapiés mientras a escasos metros, en el teatro Valle-Inclán, Gerardo Vera pone cara de póquer. No por lo que pasa fuera, la vida misma. Aquí dentro, el director teatral-escenógrafo-figurinista-cineasta y máximo representante del Centro Dramático Nacional encierra su propio drama. Uno que tiene mucho que ver con la vida, la tragedia shakespeariana de El rey Lear. Repantingado sobre una butaca del patio, en compañía del silencio y la oscuridad, Vera supervisa una a una las luces del espectáculo. En escena, un sillón. Y junto a él, una mesa sobre la que reposa un candelabro. Austeridad es decir poco. "No necesito nada más Aunque reconozco el vértigo. Ahora que veo la sala vacía, con un sillón en el centro, me pregunto: ¿Y la obra? ¿Dónde está? La tienen los actores. Este Lear es de ellos".
Gerardo Vera desembucha a sólo tres semanas de estrenar un proyecto que vislumbró en diciembre de 2006, cuando Alfredo Alcón, leyenda argentina de la actuación, aceptó interpretar el papel de Lear. "Fue la primera condición", admite Vera. "Si él no estaba a la cabeza del cartel, no se haría. ¿Por qué? Porque no se le nota el oficio; ilumina la escena como quien sube a las tablas por primera vez". Su sueño terminó de cumplirse cuando el dramaturgo Juan Mayorga, premio Nacional de Teatro 2007, aceptó el reto de elaborar una versión del texto. Juntos han rebuscado en las entrañas del alma para contar la historia del rey que, despojado de todo -hasta de su reino-, encuentra la lucidez cuando ya es demasiado tarde para disfrutarla.
Gerardo Vera está a punto de cerrar con esta obra su particular trilogía contemporánea de textos venerados que comenzó a representar en 2005 con Divinas palabras, de Valle-Inclán, continuó en 2007 con Un enemigo del pueblo, de Ibsen, y ahora culmina con este gran drama del célebre bardo británico. Han sido necesarios 420.000 euros de presupuesto y más de 500 horas de ensayos, repartidas en 85 sesiones, para llegar hasta aquí. Pero la verdadera cocina de esta tragedia, al calor de cuyos fogones el cronista ha tenido la fortuna de pasar el invierno, se encuentra en el barrio de Usera, al sur de Madrid. Este rey de Shakespeare nació allí. Una fría mañana de noviembre del año pasado.
Aquel día estaban todos. Y estaban nerviosos. El elenco de 23 actores, el equipo técnico, los ayudantes de dirección Y Gerardo Vera, que llegó el último a la primera reunión de la compañía repartiendo besos, abrazos y aplausos. Hasta su aparición, el ambiente de la sala de ensayos de la calle de Almendrales recordaba a un aula de instituto el primer día de clase. Caras nuevas en su mayoría, aunque algunas -las menos-, conocidas del recreo. Los elegantes 78 años del rey, Alfredo Alcón, irrumpieron caminando sobre unos zapatos negros impecablemente brillantes. La actriz Carmen Elías, una de sus hijas en esta función, se le acercó de inmediato.
-¿Te acuerdas de mí?
-Me acuerdo de la borrachera del licor de peras.
-¡Qué bien, te acuerdas de mí!
Un minuto más tarde, Ge¬¬rardo Vera ya desmenuzaba la obra. "La cara del rey en la primera escena, donde piensa que le ha traicionado su hija me¬¬nor, debe resumir el drama. El frío de Lear está más en los huesos que en la carne. Quiero representarla como algo contemporáneo; no con teléfonos móviles, pero sí ambientada en los años cuarenta-cincuenta del siglo pasado. Estamos ante el final de una especie de burguesía financiera que se resquebraja por la modernidad". Sin más preámbulos, el director de este tinglado se puso en su sitio. "Os lo ad¬¬vierto: no soy un director del método. Esta tragedia ha de ser gozosa para todos nosotros. Pero requiere tirarse a la piscina a ver si hay agua A lo mejor te pegas una hostia que te matas".
Todos buscaban el trampolín. Una mañana tras otra, domingos no incluidos, la tropa de comediantes trataba de dar aliento a este tipo de frases:
"Tú, juez ladrón, ¿por qué azotas a esa puta? ¿No es verdad que deseas ese cuerpo para hacer con él aquello por lo que lo condenas?".
"Todos los hombres deberían sentir alguna vez lo que sienten los miserables, para comprender a la humanidad que sufre bajo el cielo".
"Al padre harapiento se le trata peor que al padre opulento. Así de puta es el amor".
"Recuerda que a los hombres los hace la ocasión. Los hombres han de ser como el tiempo que les toca vivir, y no es éste tiempo para hombres que duden".
Palabras de fuego, escupidas sobre una mesa alrededor del director antes de sacarlas a pasear por la escena. Hacen falta muchas tablas para enfrentarse a estas sentencias y salir indemne. Para parecer creíble. No resulta ex¬¬traño que el camino esté jalonado por la catarsis. Como aquella del 29 de diciembre, cuando Gerardo Vera llegó a Usera con cara de haber estado pensando en Shakespeare durante el desvelo. Apareció como un torrente, enfundado en su chambergo con capucha. Todo en él rezumaba drama. Empezó a caminar en círculos, a gesticular, a rascarse la calva. Porque Gerardo es puro nervio. Cariñoso, a pesar de la vehemencia, y escrupulosamente respetuoso con sus actores, a quienes ha intentado exprimir para que hagan suya la obra. "¿No veis Callejeros, el programa de Cuatro? Ahí se escucha cómo habla un yonqui. O una puta. Se puede saber cómo dicen que tienen frío, que les duele algo o que han perdido a un hijo. Se parece a la parte tremenda del alma. Si abres esas puertas, las puertas del alma humana ¡Qué lejos estamos de ella!".
Mientras todos escuchaban boquiabiertos, al cronista le dio por pensar que las estrellas brillan menos sobre una mesa que sobre la platea, y por un momento tuvo la sensación de que allí faltaba la emoción del teatro; que apenas estaba viendo sus cañerías. Craso error. Sólo bastaba un vistazo para certificar que por estas cañerías corre la belleza más pura de la actuación. La frescura del error, las ojeras sin maquillaje, la barba de tres días, la desnudez de las palabras para jugar con ellas al libre albedrío. En esta cocina se cuecen el pudor y el vértigo de unos actores que acaban de conocerse y han de llenar juntos por primera vez el vacío de la sala. Como contaba Alfredo Alcón, el rey de esta historia, después de su prueba de vestuario, "empezar a balbucear el texto y a movernos por la escena es como estar en pelotas unos frente a otros. Y eso, ya se sabe, une mucho".
Precisamente Alfredo fue el detonante de la catarsis de aquella jornada. El director ataba en corto a los actores durante el ensayo con una clara estrategia: buscar la emoción en este texto que habla de lo que nos ahoga, pero sin pasarse. Cuando uno se encara a Shakespeare, transita por una delgada línea que separa a una gran compañía de un grupo de teatro del instituto. Las cautelas se antojaban lógicas, pero exigían renuncias. Y aquellos tímidos niños del primer día de clase sacaron el león a pasear. Cual bestia del escenario, Alfredo estalló ante Gerardo:
-¿Tengo que estar entero? ¿Tengo que estar digno con la que me está cayendo encima?
-Tú lo ves fuego y yo creo que no lo tienes claro.
-Si lo tuviera claro, sería profesor de filosofía, no actor. ¿Cómo voy a estar sereno? ¡Dejame que me vaya a la mierda primero!
El actor rugía con todo su deje argentino. Los compañeros de cartel, Cristina Marcos, Pedro Casablanc, Luis Bermejo, Jesús Noguero, Víctor Pi Todos asentían. Carmen Elías alzó la voz: "Creo que es útil irnos a la mierda antes de rebajar". Era una catarsis desnuda, necesaria. "Demasiado poco pasa", susurraba Ángel, quien junto a Iñaki configura la guardia pretoriana de ayudantes de dirección. Gerardo volvió a la carga: "¡Quiero vuestra verdad! No me importa que juguéis, pero que sea de verdad. Estamos hablando de guerra, de muerte, de violencia. De canallas, de malos, de hijos de puta".
Nada ha sido gratuito en este encuentro de pesos pesados de la escena. Ese día, los actores querían mierda, y el director, verdad. Pero, a diferencia de lo que cabría esperar, todos fueron capaces de escucharse mientras discutían. Y de llegar a una conclusión: "Esta obra es pura acción, no pensamiento. No tiene nada que ver con Hamlet, que reflexiona. El tiempo y el ritmo son aquí la milla de oro". Así ha calibrado la compañía el juego del actor en El rey Lear. Un texto del que Gerardo Vera no tiene ninguna duda sobre su modernidad. "Habla con pasión del alma humana, de sus contradicciones. Y eso no es que sea moderno; es eterno".
Ya lo advirtió en Shakespeare, nuestro contemporáneo (reeditado por Alba Editorial) el crítico teatral y literario polaco Jan Kott: "El espectador contemporáneo se acerca a menudo de forma inesperada a la contemporaneidad de Shakespeare cuando encuentra en sus tragedias el reflejo de su propia realidad". No debía de an¬¬dar descaminado cuando los teatros de Londres llevan todo el invierno reventando sus taquillas con Ewan McGregor ha¬¬ciendo de Yago en Otelo o con el imbatible Ian McKellen metido en la piel desnuda de El rey Lear.
Una jugada maestra. Estrellas para incendiar el espíritu de El Bardo. Cuando faltan pocos días para el estreno de la función, el hombre que ha propiciado esta orgía de palabras en el barrio de Usera y ahora ultima los detalles técnicos en el teatro de la plaza de Lavapiés reconoce que si no estuviera nervioso sería un insensato. Llena de tachones su libreto ajado, camina en círculos y se rasca la calva. De re¬¬pente levanta la cabeza y sonríe, el muy pícaro. "Nunca he tenido un elenco así. Nunca".
'El rey Lear', representado por la compañía del Centro Dramático Nacional, se estrena el próximo jueves, 14 de febrero, en el teatro Valle-Inclán de Madrid.
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