Poesía en tres dimensiones
Oscar e Irma. La magia del arte permite crear parejas imposibles. Como ésta, entre un escritor irlandés del siglo XIX y una inmigrante dominicana en la España de principios del XXI. En el papel de alcahuete, el artista Jaume Plensa.
Oscar Wilde fue condenado a trabajos forzados, según Plensa, "por defender la belleza". Y desde la prisión de Reading, Wilde escribió una carta que se publicó en el periódico The Daily Chronicle el 24 de marzo de 1898. La misiva estaba encabezada por una advertencia: "No lea esto si desea ser feliz hoy". Y en ella, el autor de Balada de la cárcel de Reading denunciaba las crueldades del sistema penitenciario inglés: "Hay tres castigos permanentes que la ley permite en las prisiones inglesas: el hambre, el insomnio y la enfermedad". Hambre. Insomnio. Enfermedad. Aquel trinomio fascinó a Jaume Plensa. Los tres problemas de la cárcel se corresponden, pensó, con los problemas del cuerpo. La cárcel. El cuerpo.
"No hay que confundir el cerebro con lo cerebral. El cerebro es el lugar más salvaje de nuestro cuerpo. Dejémoslo actuar"
Irma es una mujer dominicana que vino a España para trabajar y sacar adelante a sus hijos. Se instaló en el extrarradio de Barcelona y encontró un trabajo en Sant Just Desvern, en la casa de un escultor llamado Jaume Plensa. Con el tiempo, Irma obtuvo los papeles y logró traerse consigo a sus niños. "Es emocionante", dice Plensa, "pensar cómo ha luchado para conseguir ser española".
A petición del artista, un día Irma introdujo su cabeza en un sofisticado escáner que examinó sus volúmenes y desarrolló un modelo en tres dimensiones. Otra máquina convirtió ese modelo virtual en una cabeza de foam de dos metros de alto, que sirvió de molde para realizar una escultura hueca de resina. Y en aquel rostro translúcido, en los pómulos gigantes de Irma, el escultor-alcahuete pegó las tres palabras: hunger, insomnia, disease.
Esa cara con las tres palabras, iluminada desde el interior, es la obra que Jaume Plensa ha realizado para el stand de EL PAÍS en Arco 2008, que se inaugura el próximo miércoles. "Quise hablar de algo que siento muy próximo: el sentido del lugar", explica. "A mí, que no creo en países ni en fronteras, el tema de aceptar a gente que viene de otros lugares me preocupa especialmente. Me siento extranjero en todos los sitios, y eso me gusta. Esta pieza puede ser un homenaje a los extranjeros. Esas tres palabras, como las tres gracias, escritas en el rostro de una persona, sugieren que el cuerpo es en sí mismo el lugar. Que tu lugar no es un país. Que tú te desplazas con toda tu memoria, todo tu territorio. Y que, por tanto, cuanto más distintos seamos, mejor, porque podremos intercambiar más información".
Conviene dejarlo ahí. Plensa, nacido en Barcelona hace 52 años, no es amigo de explicar demasiado las obras de arte. De hecho, un exceso de explicación por parte de un profesor fue el detonante que le llevó a abandonar sus estudios de arte en Barcelona y trasladarse en 1984 a un atelier en Bethanien, Berlín, optando por la autogestión y la vía autodidacta. "Fue un profesor de Historia del Arte que intentaba analizar una naturaleza muerta maravillosa de Cézanne", recuerda. "Yo no podía entender cómo estaba destruyendo aquella obra. Bachelard decía que intentar analizar una obra de arte es una forma de aniquilarla, y yo estoy de acuerdo. A veces es sólo miedo a dejarte llevar por la emoción. Las ideas son emocionantes, y el cerebro es un lugar maravilloso para la emoción. No hay que confundir el cerebro con lo cerebral. El cerebro es el lugar más salvaje de nuestro cuerpo, el más fuera de control. Entonces, dejémoslo que actúe".
En Berlín, después en Bruselas, más tarde en París y ahora en Barcelona, Plensa ha ido desarrollando una obra, principalmente escultórica, cargada de poesía. "William Blake decía que un pensamiento llena la inmensidad, y me parece una definición extraordinaria de escultura", explica. "Yo creo que las ideas son la gran materia. Quizá porque soy mediterráneo, necesito tocar esas ideas. Y la escultura me permite este traspaso. Me permite dar un componente físico a las ideas. Yo no soy un artista conceptual. Pero no creo que las ideas sean sólo conceptos: las ideas se tocan, se rozan, producen movimientos. Llenan espacios, como decía Blake".
Su obra ha sido objeto de exposiciones por todo el mundo, como las que estos días se pueden ver en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (hasta el 17 de febrero) o en el Mamac de Niza (hasta el 27 de abril). Ha montado, con gran éxito, las escenografías de cuatro óperas con La Fura dels Baus. Y su forma de concebir la escultura le ha llevado a entender como pocos la obra pública. Ha realizado unas 35 intervenciones en espacios públicos de ciudades de todo el mundo, de Tokio a Chicago. Esta última ciudad es el escenario de su espectacular The Crown Fountain, obra que finalizó en 2004 y que le catapultó mundialmente. Se trata de una enorme explanada de 2.200 metros cuadrados, cubierta con una fina capa de agua, delimitada por dos grandes torres hechas con bloques de cristal, que cubren pantallas de leds en las que se muestran fotos de los rostros de cientos de vecinos, de cuya boca, como modernas gárgolas, brota un chorro de agua.
"Por alguna razón, a través del mundo, mucha gente ha debido de entender que mi obra tenía esa capacidad de interacción con lo público", explica Plensa. "Y empezaron a gotear proyectos. Primero en Japón, luego en Francia, hasta ese punto culminante que pudo ser la Crown Fountain. Pero más que decidirlo yo, ha sido algo que me han ido pidiendo. Ya no hago todo lo que me piden. La gente no tiene cultura de la obra pública. Predomina esa concepción mediocre y mal entendida de que es una obra ampliada. Y eso no es arte en el espacio público, eso es otra cosa, es obra de rotondas. Yo defiendo el arte público de manera total. Los proyectos que se integran en un paisaje y hasta tienen capacidad de regenerar un lugar". Algo de eso hay en el proyecto que más ocupa este año a Plensa, una monumental obra pública en las afueras de Liverpool. Una cabeza blanca de 18 metros que colocará en un monte que se ha creado con los residuos procedentes de una antigua mina desmantelada por el Gobierno de Margaret Thatcher.
Se puede decir que Jaume Plensa afronta 2008 acomodado en la primera línea del mundo del arte. Pero nadie diría que es un artista de relieve internacional el que ocupa esta nave número 3 de un polígono industrial de Sant Feliu de Llobregat (Barcelona), situada entre una planta de reciclaje de residuos inorgánicos y un distribuidor mayorista de productos de sex shop.
El toro Van Gogh. No es especialmente taurino, pero un día a Jaume Plensa se le antojó poseer una cabeza de toro con el pecho blanco. A través de un herrero con el que en alguna ocasión había trabajado, logró hacerse con una. Y ahí entra Laura, su indispensable mujer, cómplice y organizadora, trayendo el cabezón disecado en el capó del coche hasta el polígono de Sant Feliu. La testa perteneció a un toro que mató Espartaco en la Monumental. Debió de ser una buena faena, porque a la cabeza le falta una oreja, que puede que esté en casa del matador.
Su "toro Van Gogh", como él lo llama, es lo primero que el visitante encuentra al entrar en el estudio de Jaume Plensa. Y es probablemente el único detalle personal en la austera nave donde el escultor pasa la mayor parte del día. Por lo demás, la nave sería intercambiable por cualquier otra del polígono. Maquinaria industrial, cemento, metal y, en lo alto, una pequeña oficina con estanterías Mecalux, una sencilla mesa y un puñado de sillas. Ni un sofá para descansar, ni un cuadro, ni una triste nevera para enfriar bebidas.
Come el menú del día en el bar El Polígono, mirando de refilón los programas del corazón y de sucesos que emite la televisión. Es un trabajador más en esta zona industrial intercambiable con cualquier otra de cualquier país del mundo. "Me encantan los lugares neutros, los no lugares", explica. "Los hoteles neutros, los restaurantes neutros..., ahora te lo quieren dar todo hecho. Una vez en Estados Unidos hice una exposición basada en fotos de cocinas, porque me parece que es el espacio más universal que hay. Y, en cierto modo, el polígono también lo es".
Mantiene un piso en París, pero ha vuelto a su ciudad, de la que se fue en 1984. Eso sí, apenas pisa el centro. "Teníamos ganas de volver a Barcelona", cuenta. "Mi estructura de museos y galerías sigue estando en muchos sitios, eso no tiene importancia. Me siento a gusto aquí, porque parece que España y yo miremos en direcciones diferentes. Pero mi lugar es mi estudio. Vine con la intención de trabajar y me ha ido muy bien. Me siento muy cómodo llevando una vida anónima. Quería que mi estudio y mi casa estuvieran cerca del aeropuerto. Trabajo por todo el mundo, y el viaje para mí es fundamental. Si no tuviera las horas y horas solitarias de avión me faltaría algo. Los aviones son un lugar de trabajo y de reflexión extraordinario".
Dentro de la nave, los tres jóvenes ayudantes de Plensa realizan trabajos en alguna de las esculturas desperdigadas por el espacio diáfano. La nave está llena de figuras humanas andróginas a tamaño natural, réplicas del propio cuerpo del escultor, en distintas posturas, cubiertas con letras Helvética de metal soldadas entre sí formando como una malla de texto. "El cuerpo es una constante en mi trabajo", explica, "pero ahora estoy otra vez obsesionado con el rostro. Una gran definición de rostro que encontré una vez decía que es la parte del cuerpo hecha para los otros, una parte de nuestro cuerpo que nosotros mismos no vemos. Básicamente, a mí me tiene fascinado el cerebro, siempre con esta idea de que es lo más salvaje de nuestro cuerpo. Y la cabeza es el contenedor del cerebro. Me fascinan las culturas que han desarrollado imágenes de cabezas: la cultura olmeca, las grandes cabezas de Buda, las de la isla de Pascua, incluso las cabezas de los presidentes norteamericanos en Black Hills, en Dakota del Sur. Me tienen obsesionado esas caras que parecen verse en la superficie de Marte, o aquella sábana en la que se quedó grabada la cara de Cristo. Colecciono libros con fotografías de cuando los exploradores iban a lugares remotos y retrataban a la gente, seres que no pensaban que eran hombres como ellos, y hacían unas fotografías en las que el retratado siempre quedaba en un estado como ausente. Como si hubieran capturado la cara pero no el alma".
También las letras, las palabras, son material recurrente en su obra. "Para mí, el silencio y la palabra tienen su propia materialidad", explica. "Utilizo el texto como una materia". El origen de esa fascinación por las palabras hay que buscarlo en su infancia, en una casa familiar plagada de libros. De libros y de música. "La presencia de libros supongo que influyó en que esos escritos acabaran formando parte de mi obra", explica Plensa. "Mi padre estaba obsesionado con la lectura y tocaba el piano. Mi madre había querido ser cantante clásica. Se conocieron estudiando música. La vida luego les llevó por otros derroteros, pero siempre mantuvieron en casa un mundo particular o privado".
Un niño dentro de un piano. Cuando Jaume Plensa era niño podía pasar horas escondido dentro del piano vertical de su padre. Una puerta corredera daba a la pequeña cámara que guardaba el arpa, y que parecía hecha a la medida de su cuerpo de niño. "Era mi lugar preferido", recuerda. "El polvo se amontonaba en el interior del piano. Allí entendí el olor de la memoria, la vibración de la materia. Cuando un piano se está tocando, produce una vibración maravillosa".
Hoy es el piano del menor de sus tres hijos el que suena en el piso de arriba de la casa de Sant Just Desvern. Sus partituras repetidas son el único sonido de fondo que se oye esta tarde. Hace un par de horas que se ha ido la luz, cortesía de la decadencia de las infraestructuras catalanas. En la moderna cocina, Irma deambula sin mucho que hacer. Un poco más allá, Jaume y Laura fuman y conversan en el pequeño cuadrado de sofás de Le Corbusier que sirve de salón. El amplio salón original de la casa ha sido ocupado con el tiempo por el oficio del padre, a quien le sirve de estudio, sobre todo para piezas pequeñas de pintura y dibujo.
Una vez Jaume Plensa se vio obligado a definirse. Fue hace un par de años en Dallas, en la Fundación Nasher, que había comprado una pieza suya para su jardín de esculturas, en el que se exponen obras de Rodin, Giacometti, Moore, Beuys, Oldenburg o Serra. Con motivo de la adquisición, invitaron a Plensa a dar un charla sobre su persona y su obra. "Yo soy un escultor obsesionado con la verdad", explica. "Y estaba pensando cómo presentarme a gente que no me conocía, aunque conociera mi trabajo, para conseguir ser fiel a esa idea de verdad. A la entrada de la institución había un modelo de la escultura que Rodin hizo de Balzac. Me acordaré siempre de que, cuando Rodin recibió ese encargo, le preguntaron qué podía necesitar para empezar a trabajar. Y el escultor pidió conocer al sastre de Balzac, pensó que él sí que conocería bien al escritor. Al ver esa estatua, me pareció oportuno presentarme y no hablar de mis ideas sino de mis medidas. Les dije mi peso, mi altura, lo que pesaban mis ojos, mis testículos, lo que medían mis intestinos, el volumen de sangre en mi cuerpo. Es una información que suelo mantener viva con doctores amigos. Tal vez porque el cuerpo es el contenedor del alma, y hablar del cuerpo es, por analogía, hablar del alma".
Jaume Plensa ha abierto con frecuencia su alma al espectador. Como en su exposición Love sounds, en 1998 en Hannover, donde instaló cinco cabinas de alabastro en las que la gente podía entrar y escuchar el sonido del flujo sanguíneo del artista, grabado en distintas partes de su cuerpo. El sonido real de su cuerpo y, por analogía, de su alma.
Al igual que Oscar Wilde, William Blake, Vincent van Gogh o Auguste Rodin, Jaume Plensa es un artista nacido en la mitad de un siglo. Y eso, dice, marca. Le toca a uno la madurez cuando el siglo se acaba, "y es difícil intentar definir las cosas en un final de siglo". "Yo creo que es mejor actuar", concluye, "y el pensamiento es un arma extraordinaria".
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