El rigor de la vida
La vida es eso que nos pasa entre el tiempo que hacemos cola para sacar dinero del banco y el que acontece mientras preparamos la cena; eso que nos pasa entre que nos duchamos y vamos al médico para consultar una dolencia; eso que nos pasa entre el momento en que discutimos con un familiar por un tema económico y el que transcurre planchando una montaña de ropa; eso que nos pasa entre una banal llamada telefónica en la que apenas escuchamos a nuestro interlocutor y un largo trayecto en autobús con la mirada perdida. La vida es eso importante, trascendente, que nos pasa entre una retahíla de acciones realizadas sin el menor deseo. ¿Es eso la vida o puede que ésta consista exclusivamente en ese absurdo devenir sin pasión ni gracia? Jaime Rosales, director de La soledad, ha compuesto una película que nos habla de la vida; de la vida filmada en directo, con sus momentos aparentemente más trascendentes y, sobre todo, con los instantes más cotidianos; esos que, sumados uno tras otro, acaban convirtiéndose en relevantes por la fuerza del tedio, de la abulia, de la soledad.
Rosales, con toda justicia, ha ganado tres 'goyas', entre ellos mejor filme
Los espectadores tienen una segunda y fascinante oportunidad
Rosales, con toda justicia, ha ganado tres goyas, entre ellos los de mejor película y mejor director, lo que ha provocado que más de medio año después de su estreno se reponga desde hoy en una treintena de salas comerciales. No se esperan riadas de gente en busca de la historia que le ha arrebatado el Goya, contra casi todos los pronósticos, a la exitosa El orfanato. Y si hay alguien que se plantea ir a ver La soledad como un ejercicio de comparación, se estará equivocando. Sería mezclar churras con merinas. El triunfo de La soledad es el del riesgo, el de la experimentación con el lenguaje cinematográfico, el de la búsqueda, aunque también el de la pasión, el de la sensibilidad, el de la garra.
Desde los títulos iniciales, Rosales divide la pantalla en dos en muchas de sus secuencias. La polivisión, ensayada sobre todo a finales de los sesenta y principios de los setenta por gente como Richard Fleischer (El estrangulador de Boston podría ser su película manifiesto), multiplica los puntos de vista, pero lo que normalmente se practica como una solución estética, Rosales lo hace también como solución ética. Ofrece nuevos espacios. Indagando aún más en el magnífico ejercicio de cotidianidad que supuso Las horas del día (2003), su debut en el largometraje, y apoyado en el portentoso trabajo de un extenso plantel interpretativo de pasmosa naturalidad, el director aspira a reducir la distancia entre la verdad de la vida y la verdad del cine, siempre distintas. El hiperrealismo, retratado a través del despojamiento de elementos (ni una nota musical) y de la captura del silencio. Lírica, veraz y profundamente dolorosa, La soledad necesita a un espectador cómplice. Seguro que no son tantos como los cuatro millones que han visto El orfanato (el perfecto producto comercial), pero sí muchos más de los 41.000 que acudieron tras su primer estreno. Ahora tienen una segunda, y fascinante, oportunidad.
Babelia
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