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Columna
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Amor sin cuerpo

La pasión necesita un cuerpo. El objeto de deseo ha de ser tangible. El amor platónico es un mistral evocador y fulminante pero efímero. El ardor precisa un recipiente real, un envase donde condensarse, paralizarse, detenerse por un momento para podernos recrear en él.

El amor por la música también añora un sujeto. En los últimos años nos hemos dado cuenta de que nuestra devoción por las canciones se ha desvirtuado por la ausencia de un disco, de un artefacto que tocar, que acariciar, por la desaparición de un perfil que sostener entre los dedos.

Primero el disco compacto (cd) acabó con la humanidad del vinilo. La música se digitalizó, se robotizó, se convirtió en una sucesión de unos y ceros y no en un arañazo imperfecto sobre una espalda de plástico. Los instrumentos despertaban cuando el láser actuaba mudo y oculto sobre el espejo del cd en lugar de responder al aguijón sobre el vinilo. Las grabaciones perdieron calidez al transmutarse en cd y ahora sangran calidad al comprimirse en mp3.

En los antiguos discos nos buscamos a nosotros mismos como en una relación amorosa

Hoy la música sin receptáculo viaja como un gas del ordenador al Ipod, del limbo de un servidor al teléfono móvil. En un principio fue una orgía. De repente los elepés no valían nada, todo el catálogo discográfico estaba a nuestra disposición en Internet, el ahorro de dinero y de espacio pareció una panacea. Y lo fue durante un tiempo, pero poco a poco ha resultado un espejismo. Estamos comprendiendo que esa economía monetaria y espacial brindada por la música incorpórea nos ha dejado también un vacío sentimental. Somos nosotros realmente quienes nos sentimos desfalcados emocionalmente, empachados de una bacanal que se ha demostrado fútil. Tras un atracón de lujuria musical añoramos el primer amor, esa relación verdadera de manos entrelazadas.

Lo dramático es que este empacho de descargas, los cientos de discos acumulados en nuestro mp3 ha degradado nuestra relación con la propia música. Hemos perdido intimidad, cercanía y cariño por las canciones porque no nos han costado nada, y el verdadero valor de las cosas y las personas llega a través de la inversión, del esfuerzo, del intercambio. Además, nuestro idilio con la música se ha enfriado porque ya no tenemos un organismo al que venerar ni al que odiar.

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Por eso cada vez más gente está volviendo al vinilo, a reencontrarse o incluso a relacionarse por primera vez con los antiguos discos (muchos jóvenes están descubriendo la discografía de sus padres). Las ventas de vinilos se han cuadruplicado en el último año en España. La pasión por este formato ha dejado de ser propiedad de los pinchadiscos o de los viejos nostálgicos que acudían a las tiendas aledañas a la Gran Vía o se reunían cada año en la Feria del Disco Antiguo y de Ocasión de Madrid. No se trata de una moda retro ni de un frikismo a gran escala.

Marlango sacó a la venta 3.000 unidades de su último trabajo en vinilo y se agotaron en pocos días. La De luxe vynil box set de Héroes del Silencio que costaba 100 euros se colocó en el número 24 de las listas de ventas a finales del año pasado. Coldplay, The Strokes, Pink Floyd o Ryan Adams también están publicando vinilos con éxito, muchos de ellos caras ediciones de lujo que vuelan rápidamente.

La imperfección es uno de los grandes atractivos del amante. Cuando se editaron cds de Gardel, Louis Armstrong y Paul Anka barridos de la arena sonora de las antiguas grabaciones resultó un fracaso. La cirugía estética tanto en los cuerpos como en los discos no suele dar buenos resultados. Cada vez menos gente cree en la milonga de la silicona ni de la remasterización, lo seductor es la autenticidad, lo genuino, lo humano.

En los antiguos discos nos buscamos a nosotros mismos como lo hacemos a través de una relación amorosa. Y el verdadero espejo no es el del envés de un cd, ni la pulcra pantalla de un Ipod, sino que está en el negro del vinilo. No en su superficie mate y estriada, sino en su interior. Las voces suenan reales, acompañadas de un chisporroteo electroestático como si se tratase de una psicofonía, del lamento o la algarada de un cantante inalcanzable pero cercano, conocido. Alguien que nos habla únicamente a nosotros, que se manifiesta sincera y emocionalmente desde el más allá como el espíritu de un ser querido, de un familiar que vuelve a nuestro lado gracias a la fascinante ouija del tocadiscos.

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