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Columna
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Frenesí de las comadres

Parece que la liturgia pagana goza de mejor salud que la convencional y lo veo como un signo más del inconsciente deseo de transferir la poco apetitosa realidad a círculos fantasiosos. En España, con las excepciones de Tenerife, Cádiz y cuantos lugares presumen legítimamente de disfrutar de los carnavales, eran una fiesta de capa caída. Pero se repone, ampliando el ámbito lúdico con la complicidad de distintos segmentos de la población.

Es esta Asturias donde paso lo más de mi tiempo, ya comenzaron las conmemoraciones, recuperando -o reafirmando- la participación femenina, sin lo cual los festejos varoniles no salían de las cañas, las lanzas y el gratuito encarnizamiento con reses del ganado vacuno, amén de los eventos balompédicos. Si bien se mira, las diversiones de los hombres se diluyen y, en cambio, cobran lozanía las que empujan y celebran las mujeres.

Las carnestolendas madrileñas no tenían nada que envidiar a las venecianas o parisienses

Aquí -doy por sentado que en otros muchos lugares del país- las señoras se toman el regocijo en serio y celebraron, como cada año, el jueves pasado, el día de las comadres, jornada de antruejo y luna llena, en que manejan todo tipo de resortes. No es nuevo ni nos coge lejos, pues mañana mismo, 5 de febrero, en la segoviana localidad de Zamarramala, el pueblo entero acata la autoridad y el capricho de la alcaldesa por un día, bajo la advocación de Santa Águeda.

Las comadres se reúnen, comen, beben, se disfrazan y, si el caso llega, se desenfrenan hasta donde les parece. Es su fiesta, de la que están proscritos los machos, nada de cuota o enjuagues, que es una manera de solicitar la igualdad sin plazos ni compromisos.

Los eruditos locales traen memoria de las maternalias romanas en honor de Juno Lucina, una delegación de poderes, pretexto para salir con inteligencia del laberinto de problemas que enredan la vida cotidiana, si me apuran, más importante que el carnaval mismo, pues el tesón, el ingenio y la alegría salen del exclusivo magín femenino. En la calle, en hoteles, locales cerrados, al aire libre si el tiempo es benigno, que suele suceder con mayor frecuencia de la supuesta en latitudes más meridionales, las comadres empuñan el látigo.

Por allí corre que los mejores eventos de esas fiestas tienen lugar en Pola de Siero, pero mi corta experiencia me dice que lugar alguno cede a otro la primacía en facundia y buen humor. He de advertir que los hombres no están del todo excluidos. Son contratados o invitados, exclusivamente para que las diviertan o hagan reír, sin condicionamiento alguno.

Puedo aún hacer un esfuerzo de memoria y retraer lo que escuchaba o veía de refilón en mi infancia, cuando los carnavales alegraban a la ciudad de Madrid, bastante costrosa, por cierto.

En lo que me concernía y a los súbditos menores de edad, se nos permitía el acceso a los baúles de esparto donde se guardaban los trajes de las abuelas, que vivieron en el siglo XIX, la casaca militar de un tío matachín y su espada, que no salía de la vaina.

Quedó prendido algún comentario de la gente adulta sobre los orgiásticos bailes de disfraces, que se celebraban en el Círculo de Bellas Artes, en los casinos, teatros y grandes mansiones. Era, fundamentalmente, una fiesta de las mujeres, en el sentido en que la que se lo propusiera, podía saltarse a la torera las convenciones sociales, parapetada tras el antifaz: "¿Me conoces, mascarita?", más eficaz que la venda de la Justicia. Secreto que no se podía violar bajo pretexto alguno.

Así aprendí -sin ser advertido- que la tía Elena se largaba de casa por estas fechas y no regresaba en un par de días, cansada, pero feliz y campante, recuperada de la convivencia con su marido, excelente personaje, propietario de una droguería. Al parecer las carnestolendas madrileñas no tenían nada que envidiar a las venecianas o parisienses, porque lo que ocurriera en el sambódromo de Río de Janeiro aún no llegó al conocimiento de las masas europeas. La sumisión había que encontrarla en una famosa tienda, frecuentada por las damas de la capital, que se llamaba "El carnaval de Venecia", desaparecida hace tiempo.

Desde mi condición de individuo "más p'allá que p'acá", viudo y además divorciado, expreso mi creciente admiración objetiva e intelectual por aquellas mujeres, aparentemente subyugadas, que se tomaban un tiempo para su diversión pero no creían que todo el año fuera carnaval, ni lo deseaban. Durante un período, corto o largo, ad libitum, se liaban la manta a la cabeza. ¡Qué listas!

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