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Columna
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Candidato vicario, nación verdadera

Escribí en estas mismas páginas, durante el tramo inicial de la legislatura española ahora casi concluida, que el mayor capital político de José Luis Rodríguez Zapatero consistía en no ser Aznar; más aún, en aparecer -ante una porción del electorado mucho más amplia que los votantes del PSOE- como la antítesis de Aznar: el presidente de la retirada de Irak frente al fanfarrón de las Azores, el hombre del talante y las buenas palabras frente al estilo adusto, ceñudo y amenazador del precedente inquilino de La Moncloa. Naturalmente, a lo largo de estos cuatro años la usura de la realidad ha empañado bastante el brillo del leonés, pero la comparación con el ahora presidente de honor del Partido Popular sigue resultándole favorecedora, sobre todo en Cataluña. Por ello, y aunque, llamado por una vocación tardía, Aznar hubiera profesado como monje trapense o se hubiese hecho eremita en los Monegros, era de prever que, al acercarse las elecciones de 2008, los socialistas sacarían al anterior presidente del Gobierno a colación, agitarían su figura como un espantajo y le atribuirían el mando real pero oculto de la campaña del PP.

Mientras Rajoy aparezca como un candidato eclipsado y bajo vigilancia, nada estará perdido para ZP

En este caso, sin embargo, la intoxicación no ha sido necesaria ante la contundencia de la realidad. No es que, desde el traspaso de poderes de la primavera de 2004, el ex presidente Aznar hubiese desaparecido por completo de la escena política; pero, últimamente, su figura ha recuperado tal protagonismo que es imposible no ver en ese revival mucha desconfianza hacia la capacidad de liderazgo de Mariano Rajoy, una voluntad de tutela sobre las decisiones de éste y, en definitiva, la imagen de un candidato vicario, mediatizado o por delegación.

No es un secreto para nadie que el fichaje estrella de los populares para el 9 de marzo, don Manuel Pizarro, es un estrecho amigo de Aznar, quien le allanó el camino hacia la presidencia de Endesa recién privatizada y le ha tenido como estrella invitada en numerosos actos de la FAES. Con todo, se me antoja mucho más importante el papel que José María Aznar parece haber asumido como adelantado y ariete ideológico del PP en asuntos de una especial trascendencia y sensibilidad. Un ejemplo: la cuestión de las lenguas en Cataluña. ¿Es mera casualidad que sólo tres días hayan separado la venida del ex presidente a Barcelona para reclamar, frente a "las políticas lingüísticas nacionalistas", la defensa de "la lengua común de todos los españoles", y la solemne promesa de Rajoy de promulgar una ley que garantice la enseñanza en castellano en todo el ciclo educativo y todo el territorio estatal, digan lo que digan algunos estatutos de autonomía?

El pasado viernes, y en el marco de unas jornadas consagradas a la figura histórica de Antonio Maura -también son ganas, ponerse a reivindicar ahora al represor de la Semana Trágica barcelonesa, al adversario frontal de las demandas autonomistas catalanas, a la bestia negra ("¡Maura, no!") del progresismo español y europeo-, José María Aznar esparció otro chorro de nitroglicerina doctrinal. "La izquierda descreída", dijo, "combate la idea de nación española. Ha inventado falsas naciones sin otro objetivo que socavar la única nación verdadera, la española".

Bien, vayamos por partes. En primer lugar, todas las naciones -y, de hecho, todas las tradiciones, según explicó hace lustros el historiador británico Eric Hobsbawm- son inventadas. ¿O acaso el señor Aznar cree que las naciones surgieron del dedo del Altísimo el sexto día de la Creación, a última hora de la tarde? Siendo así que cualquier nación contemporánea es una construcción ideológica, jurídica, política y cultural -o sea, un invento-, llama la atención que don José María impute a las izquierdas, y sólo a ellas, el haber inventado las naciones catalana, vasca o gallega. ¿Izquierdistas Sabino Arana, Enric Prat de la Riba, Manuel Murguía...? Pero esto es grano de anís ante la formulación del gran dogma aznariano: ¡la nación española, única verdadera! ¿Se ha convertido Aznar en el sumo pontífice de la religión nacionalista, en el delegado de Rouco, Cañizares y García Gasco para asuntos de la nacionalidad, en el gran inquisidor de los patriotismos lícitos y los ilícitos? ¿Se dan cuenta los votantes no fanatizados del Partido Popular del sesgo integrista que está tomando el discurso de sus líderes en un número cada vez mayor de materias?

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Frente al discurso blandito de Mariano Rajoy, José María Aznar lleva meses ejerciendo como el guardián de las esencias, el celador de la ortodoxia y el paladín dialéctico de la derecha española en el combate contra sus enemigos, que no adversarios. El pasado otoño lo hizo a través del inefable libro Cartas a un joven español, donde el ex presidente del Gobierno cataloga bajo el mismo rótulo de "enemigos de la libertad" a los nacionalismos catalán o vasco y al fundamentalismo islámico radical, donde escribe sin rubor cosas como la siguiente: "España es un deber. (...) El ser español lo impregna y lo incorpora todo, sin remedio. Así de poderosa es nuestra nación". Y todavía el pasado martes, durante un congreso de ciertas víctimas del terrorismo convertido en aquelarre antigubernamental y ultraespañolista, el antiguo veraneante de Quintanilla de Onésimo volvió a lucirse en la descalificación de Rodríguez Zapatero y en la solicitud -algo condescendiente- del voto para Rajoy.

Si el PSOE no fuese un partido laico, en el frontispicio de su sede de Ferraz deberían inscribir ahora mismo el lema Dios aprieta, pero no ahoga. En efecto, la economía da pocas alegrías al Gobierno, y las encuestas de intención de voto tampoco están para tirar cohetes; pero mientras Aznar siga protagonizando la precampaña popular, crispándola y radicalizándola, mientras Rajoy aparezca como un candidato eclipsado y bajo vigilancia, nada estará perdido para ZP.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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