"Mereció la pena nacer en Marruecos aunque fuera por el cuscús de mi abuela"
No lo duda ni un instante: prefiere el Al-Mounia. Todo en él -sus salones morunos, el yeso labrado, los arcos ojivales, la música bereber- le acerca a la memoria aquel Tánger efervescente que la vio nacer hace 54 primaveras, una ciudad en la que se entremezclaban el aroma del azahar y el salitre, donde "cualquier puerta se abría para que los niños merendáramos".
Descubrió la danza por casualidad a los 27 años y hoy es Premio Nacional
Teresa Nieto, coreógrafa, bailarina, premio Nacional de Danza y premio Max a la mejor interpretación de 2007, alcanzó la mayoría de edad en tierra marroquí y sólo cruzó el Estrecho cuando Hassan II emprendió la nacionalización de empresas. Sus padres y las tres hermanas desembarcaron en suelo ibérico "con una mano delante y otra detrás", pero no guarda rencor: aunque sólo fuera por recobrar el cuscús de su abuela, merecería la pena volver a nacer en Marruecos.
Nieto es delgada, fibrosa, apasionada, de conversación torrencial. La imaginaríamos de costumbres frugales, pero el entorno le abre el apetito. Por mucho que ayer estrenara De cabeza en el teatro Albéniz de Madrid y los nervios se le enreden en la boca del estómago antes de este nuevo reto, decide concederse un pequeño homenaje. Y hacer balance vital ahora que empieza a ver su retirada como "algo no muy lejano, un proceso sano y, desde luego, nada traumático". El cuerpo le responde, pero la cabeza sugiere apartarse de los focos. Concederse más horas de sofá ("con una buena película, una cerveza y una bolsa de pipas, ¡mira qué barata salgo!") y concentrarse sólo en las coreografías.
Teresa iba para pianista, pero en su camino se cruzó "una de esas profesoras francesas con gorrito, de las que te pillaban los dedos con la tapa cuando fallabas una nota", y acabó aborreciendo aquel teclado blanquinegro. Le da vértigo pensar que su actual vida es fruto de una casualidad colosal: a los 27 años, ya en Madrid y con dos crías pequeñas, pasó por la academia del barrio para apuntarse a clases de teatro, pero el único horario compatible con sus obligaciones familiares era el de danza contemporánea. "¡Yo no sabía ni lo que significaba aquello! Hasta que a las pocas semanas descubrí que la danza era el arte de la seducción, un acto de comunicación pura. Allí reparé en que me expresaba mejor con el cuerpo que con las palabras...".
"El flamenco es un arte más universal, más inabarcable de lo que los propios flamencos imaginan", argumenta. Por eso De cabeza integra vanguardia y zapateados como si tal cosa, con ese mismo espíritu mestizo y tolerante que bullía en el Tánger de los buenos tiempos.
Sólo le encorajina "la incultura general", esa masa acrítica y perezosa que confunde la danza con los concursos televisivos. "La danza no es un arte raro ni necesariamente minoritario, pero aquí parece que no existiéramos", protesta ya a los postres, que escoge sin titubeos. Y remacha: "En Francia, un coreógrafo de mi edad es una personalidad. Yo no persigo tanto, qué va: me conformaría con disponer de un sitio digno para ensayar en Madrid. ¿No es como para sentirse un poco incomprendido?".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.