Trucos a orillas del Támesis
La obra de Juan Muñoz vuelve a los seis años de su muerte al lugar donde triunfó, la Tate Modern
Faltaban dos meses para su muerte y tenía a Londres a sus pies. Dos meses y su voz quedaría enmudecida en junio de 2001 a causa de un aneurisma, como en una de esas inquietantes esculturas suyas en las que dos figuras hablan sin decirse nada. El español Juan Muñoz tenía 48 años, acababa de inaugurar en la imponente Sala de las Turbinas de la Tate Modern Doble atadura, y, simplemente, murió.
Las puertas del museo volvieron ayer a abrirse al universo de Muñoz. Y la ciudad en la que estudió y el escenario último de sus éxitos (con Doble atadura se convirtió, tras Louise Bourgeois, en el segundo artista que recibió el encargo anual de producir una obra para la Sala de Turbinas), se volvió a rendir a sus equívocos.
Fue un escultor que, sin renunciar a las nuevas tendencias, recuperó la figura
"Soy un contador de historias", dijo en 1987 para defenderse de algunas críticas
En la cuarta planta de la galería, los balcones acogían al visitante. No había nadie asomado a ellos. ¿O sí? Comenzaba el juego. La bienvenida a la inquietante tierra de nadie entre lo real y lo ilusorio. Y la enorme y capital retrospectiva que recorre la trayectoria de Muñoz en 70 piezas.
"Doble atadura fue la obra cumbre de su carrera, su capilla sixtina", afirmó ayer Vicente Todolí, el valenciano que dirige la institución desde 2003. Nacido en Madrid en 1953, Muñoz se formó en Londres y Nueva York, lo que le evitó el aislamiento general de los artistas españoles durante el franquismo. Para la crítica, Muñoz fue un escultor que, sin renunciar a las corrientes que mandaban en los ochenta y los noventa -conceptualismo, posminimalismo, arte povera-, recuperó la figura. La necesitaba para contar historias tomadas de "la literatura, la arquitectura, la mitología, la filosofía, la música, el cine, la poesía, el teatro y la magia y el ilusionismo", señaló Sheena Wagstaff, comisaria de la exposición.
Esas figuras parecían humanas, pero no necesariamente lo eran. A veces enanos -con resonancias velazqueñas-, otras, bailarinas -Degas- con pies enterrados como un tentetieso. O figuras de idéntica fisonomía oriental, como el centenar que compone la instalación Many times (1999), esta vez con los pies cortados a ras del suelo, como atrapados por él.
Apasionado de los trucos de magia y de cartas, la erudición de Muñoz, que también fue ensayista, comisario de exposiciones y crítico, desborda en obras como The Wasteland (1987), inspirada en el poema de T. S. Eliot del mismo título, o The prompter (1988), que evoca la máxima borgiana de que "el olvido es una forma superior a la memoria".
Sus cuadernos de notas, señala Wagstaff, están cuajados de referencias a Beckett, Pirandello o Conrad... "Hace algunos meses, alguien me dijo que podía ver en mi trabajo una peligrosa inclinación a la literatura. Aunque me preocupó por un momento, me revolví en mi defensa y dije que, en efecto, soy un contador de historias", declaraba Muñoz en 1987.
"Es un montaje que responde al espíritu de Juan", señalaba ayer Cristina Iglesias, su viuda y, como él, artista. La escultora estuvo ayer acompañada por sus hijos, Lucía y Diego, y por su hermano Alberto, compositor, con su condición de candidato al Oscar recién estrenada.
Una vez cumplida su etapa en la Tate, el tributo al artista del lugar que tan cercano le fue, la exposición viajará al Guggenheim de Bilbao en junio -donde se instalará también Doble atadura, que no se ha expuesto al público desde 2001- y al Museu Serralves de Oporto en octubre.
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