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Columna
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Educación y lenguaje

En una carta a su colega ruso Iván Turguéniev del 13 de noviembre de 1872, Gustave Flaubert escribía: "¿Ha leído usted la circular de Simon acerca de la reforma de la educación pública? El párrafo dedicado a los ejercicios físicos es más largo que el que concierne a la literatura francesa. He aquí un pequeño síntoma, muy significativo". No conocemos la longitud de los párrafos dedicados a estas materias en la reciente propuesta del Departamento de Educación de la Generalitat, pero sí sabemos que en este documento se eleva la sugerencia de reducir a sólo dos las horas semanales dedicadas a la enseñanza de las lenguas y literaturas catalana y castellana, que son tres hasta el momento.

Si la enseñanza de la lengua y la literatura queda relegada, vamos hacia un Apocalipsis seguro

Como apuntó Flaubert, esta propuesta es solamente un síntoma, pero muy significativo. La educación de los escolares en general se había basado, hasta hace poco y desde los orígenes de las instituciones pedagógicas de nuestro continente, en la difusión de unos saberes no precisamente útiles de manera inmediata, y en la adquisición de conocimientos y herramientas intelectuales capaces de situar a un escolar en condiciones óptimas no sólo de abordar luego estudios especializados, sino, y eso era lo importante, de entrar a formar parte de una cultura y una civilización adultas. Las palabras urbanidad y civismo -hasta hace poco recurrentes en todo sistema educativo- sentaban las bases de la incardinación de un escolar en lo que los griegos llamaron polis, que es algo más que la ciudad: es una sociedad, sus valores, sus costumbres y hasta su futuro. En este sentido, cabe decir que las políticas educativas de los últimos decenios -no sólo en Cataluña, claro está- han abandonado, progresivamente, la más noble de sus dimensiones de carácter político: convertir a un niño o a un joven en un ciudadano cabal.

Pero otra cosa pareció siempre irrefutable en toda idea y práctica de la educación: el lugar fundamental que poseía el lenguaje en este guiar o conducir a los escolares hacia la polis civilizada y un demos cohesionado. No voy a remontarme a las enseñanzas de griegos y romanos; baste recordar lo que suscribió Joan Maragall en el programa que se llamó la Lliga del Bon Mot (traduzco del catalán): "A vosotros, que en grados, caracteres y estamentos diversos representáis a la sociedad catalana, se os pide adhesión y ayuda en la mayor obra social, en la más trascendente que pueda emprender un pueblo: la purificación de su habla, que equivale a la purificación de su espíritu". También encuentro, en el libro de Ramon Rucabado Compendi d'educació civil, de 1920, estas palabras: "¿Cuál es la señal más cierta e inmediata del espíritu humano?: la Palabra; don exclusivo de los hombres, facultad que permite expresar ideas y comunicarlas, revelando la existencia de una conciencia común a todos los seres humanos".

Que los bachilleres catalanes puedan, por fin, tener acceso específico a la literatura, aunque sea una hora a la semana, es el único elemento positivo de la propuesta del departamento de Ernest Maragall. Todo lo demás apunta a una catástrofe sin paliativos. Como ya predijo George Steiner, el lenguaje (ya no el catalán o el castellano, sino el universal Lenguaje) se encuentra seriamente amenazado; y lo está por el cambio cualitativo que ha supuesto el uso masivo de nuevas tecnologías en la conciencia, las costumbres y el universo simbólico de niños y de jóvenes. Pero ahí es precisamente donde interviene la educación, que nunca se dejó llevar por las corrientes de lo accidental, sino que se sobrepuso a toda circunstancia con ideas, ideales, programas y disposiciones que, casi por definición, nadaron contra corriente.

Si la enseñanza de la lengua y la literatura quedan relegadas a un lugar secundario en nuestros planes educativos, entonces vamos hacia un apocalipsis seguro. Martín de Riquer solía decir que llegará el día en que podremos sonarnos la nariz con nuestras propias orejas. Ya me parece oír las trompetas vibrantes de los ángeles, y ver cómo se abren, uno tras otro, los siete sellos que anuncian el fin, si no del mundo, sí de todo el armazón humanístico que presidió la historia de la pedagogía en Occidente.

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Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona.

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