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Columna
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Argentino al habla

¿Quiénes son esos argentinos que llaman a casa por la noche y te hablan de tarifas telefónicas? Llegas al hogar de tu familia y, antes de que alcances a abrazar a los pequeños, resulta que suena el teléfono y asoma al aparato un argentino. En serio, un argentino. Descuelgas y sale un argentino. ¿No les ha pasado nunca? De esos argentinos que nos llaman por la noche sabemos quién los contrata, ya que enseguida se identifican. Entonces dicen que nos hablan de parte de Orange, Telefónica o Jazztel (¿O de Euskaltel? Ahora no recuerdo, pero a lo mejor también hay argentinos que llaman a casa, por la noche, en nombre de Euskaltel). Y según identifican ya la compañía les sale, irreprimible, el acento de su país, evocando lejanas tierras del hemisferio austral. Los argentinos, esos argentinos que llaman en nombre de Orange, Telefónica o Jazztel, te dicen, con ritmo vertiginoso y deje sutilmente embaucador: "¿Cómo le va, Pedro?" o "¿Tiene un momento, Pedro?" Y, de pronto, sin haber abrazado aún a tu hija, te sientes harto, y muy cansado, pero te da pena colgar.

Llaman desde quién sabe dónde, en nombre de Telefónica, de Orange o de Jazztel

Hay algo de desesperada tenacidad y de melancólica tristeza en esas nocturnas llamadas que perpetran argentinos a sueldo de Orange, Telefónica o Jazztel. Mi padre hablaba de Argentina con rendida admiración. Decía que era uno de los países más ricos del mundo. Y Argentina, en efecto, se convirtió desde finales del siglo XIX en tierra de esperanza para millones de personas, una tierra de promisión, una especie de Estados Unidos de Suramérica, donde la lengua castellana obraba como argamasa cultural para seres venidos de ultramar: de Euskadi, de Italia, de Irlanda, de Armenia. Esa promesa de riqueza, esperanza y libertad quebró, de forma dramática, en la segunda mitad del siglo XX. Argentina padeció la demagogia de uno de los regímenes socialistas más destructivamente asistenciales de la historia ("No llores por mí, Argentina". Así decía, ¿recuerdan?, la vergonzosa opereta compuesta en homenaje de la esposa del dictador) y después una larga, cruenta y despiadada tiranía militar.

Pero argentinos son también muchos de los mejores escritores en castellano del último siglo, y argentina era una cultura austral, urbana, cosmopolita, que dejaba en ridículo el indigenismo del Perú o del Alto Perú, o los experimentos comunistas de Castro y de Guevara. Argentino es, en cierto modo, todo castellanoparlante que se haya sacudido la caspa mesetaria de Unamuno y Paco Umbral, o la regresión tercermundista de la teología de la liberación. Yo me siento y me sé argentino, cegado por la luz de Ernesto Sábato, de Julio Cortazar, de Jorge Luis Borges o de Isidoro Blaisten. Y siento pena de argentino cuando tomo el teléfono y oigo a mis compatriotas jodiéndome la tarde, porque Orange, Telefónica o Jazztel pretenden que contrate sus servicios.

Y de aquel proyecto de país, casi desvanecido como el humo, nos llegan los ecos remotos de hombres y mujeres de acento porteño, que llaman desde quién sabe dónde, en nombre de Telefónica, de Orange o de Jazztel, y a los que despedimos con cajas destempladas porque son ya las diez de la noche, porque no son horas de llamar, porque debemos meter a los niños en la cama, porque estamos demasiado cansados como para escuchar ahora ofertas comerciales y porque Argentina y sus hijos no se merecen este destino decadente de telefonistas y operadores que trabajan a destajo por un sueldo miserable. Duele un país tan rico, tan culto y tan enorme, aniquilado por la historia, por la sucesión de demagogos y militares, por la mala suerte o por quién sabe qué.

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