"Para que mi ser pese sobre el suelo"
"Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo". Ese largo espacio fue primero Oviedo; allí pasea como si le fuera a caer sobre su cuerpo de 82 años el fantasma de sus sombras; con él viaja el largo tiempo, cada vez más largo, "cuánto se me ha adelgazado el futuro".
[Ángel González murió el viernes por la noche. Esas líneas que anteceden eran el pórtico a su última conversación con EL PAÍS. El texto queda ahora como un testimonio tan premonitorio como los propios poemas de Ángel. Su amigo Antonio Massip contaba ayer, ante el cadáver del poeta, que habló con él el 1 de enero de 2008. Ángel solía pasar las navidades en América, en Barcelona (con su amigo Manuel Lombardero) o en Madrid (con sus amigos innumerables), pero ahora había querido ir con Susana Rivera, su mujer, a Oviedo, a despedir el año. Y a despedirse, decía Massip. "Lo que le escuché era premonitorio, sabía que jamás volvería a Oviedo". El hombre que tantas noches vivió allí el abrazo de su ciudad, se iba. Esta conversación fue hace un mes, cuando le hicieron, con Millás, honoris causa de su universidad. Y así siguió el relato de lo que conversamos].
"Contemplábamos con emoción los pechos de las amas de cría"
"Escuché gritar a mi madre y supe que mi hermano había muerto"
"Estábamos acostumbrados a ver muertos; los veíamos cada día"
El Oviedo de la posguerra vivía, según el poeta, "un clima de vencidos"
Regresado ya de su larga excursión por América del Norte, donde ejerció como profesor y donde escribió poemas delgados y melancólicos, contempla Oviedo como el espejo de quien fue, y se mira en los sitios como para reconstruirse.
Ya queda poco, "si acaso queda el Campo de San Francisco, por él paseo aún, es mi juventud y mi sitio", el ladrillo ha arrasado casi todo, queda alguna sombra, una esquina. Nació "en lo que podríamos llamar", dice él, "el Oviedo del Ensanche, era una zona muy bonita, ya no quedan casas, ya sólo quedan calles...". Hablamos sentados en el bar del hotel Reconquista, él toma un whisky con hielo, señala a su alrededor, "aquí empezaban mis paseos; éste era el hospicio, por estos ventanales mirábamos a las amas de cría, veíamos los pechos de aquellas señoras más bien gordas, contemplábamos sus grandes tetas con una gran emoción".
Era antes de la guerra, en 1934 o 1935; había pasado la revolución de 1934, su hermano Pedro participó en ella... "Desde niño", recuerda el poeta, "mi hermano manifestó deseos de salirse de la clase media en la que nosotros estábamos integrados. Mi padre era profesor de pedagogía, un ateo puritano, que creía que el infierno no existía si eras una persona honesta y recta; mi madre era ama de casa. Con tres o cuatro años, mi hermano se arrodillaba ante los pies de mi madre y le decía: 'Madre, mátame si quieres, pero no me mandes a la escuela'. Mi padre tenía un amigo que tenía un taller de automóviles; le pidió que le diera trabajo al chico, 'no quiero que le pagues, mándale a hacer los trabajos más duros, más difíciles', eso le decía. Claro, murió el padre y ya el salario sí tenía importancia. Y Pedro siguió trabajando, y se metió en política. Yo veía a mi hermano como un gigante".
El gigante se metió en la revolución, y la perdió. "Llegó a casa derrotado. Teníamos un vecino que tenía cuarto de baño, era médico, que le dijo a Pedro: 'Vente a bañarte'. Después Pedro se fue a Madrid, volvió cuando se ganaron las elecciones de 1936... Y después se marchó a Cataluña, y finalmente al exilio. En 1960 volvió a ver a mi madre...".
El otro hermano, Manuel, estudiaba para ingeniero, en Barcelona, y estaba en julio de 1936 en Oviedo; era de ideas más radicales que las de Pedro, pero no estaba metido en política. Se recluyó en la casa, pero cuando abrieron el pasillo decidió irse a León, a la casa de un amigo suyo falangista, donde creía que estaría a salvo. Lo descubrieron y decidieron matarlo...
"Durante mucho tiempo no se supo la verdad; mi madre recorrió despachos, buscó información, un cura finalmente halló lo que de veras había ocurrido... Yo estaba en la calle, jugando; escuché un grito de mi madre. Entonces supe que mi hermano había muerto".
En esa casa fue donde Ángel González descubrió en el miedo de su madre el miedo a la guerra; a la guerra, y al viento, está en sus poemas. "Recuerdo / bien / a mi madre. / Tenía miedo del viento, / era pequeña de estatura, / la asustaban los truenos, / y las guerras / siempre estaba temiéndolas / de lejos / desde antes / de la última ruptura / del tratado suscrito / por todos los ministros de asuntos exteriores...".
"Esto era las afueras; ahora es el centro de la ciudad, pero en ese tiempo los amigos le decían a mis padres: '¡Pero si vais fuera de Oviedo!'. Ya no existe. Era una casa de tres pisos, una buhardilla, el entresuelo. Una casa en la que todos los vecinos nos llevábamos muy bien, muy armónica. Yo era el único niño del edificio, me traían palomitas, me hacían recitar versos... Es verdad que mi madre le tenía miedo al viento y a las tormentas, nos metía dentro de la casa, nos cobijaba debajo del colchón; mi hermano Pedro abría las ventas, '¿ves cómo no pasa nada?', pero después vino el ventarrón de la guerra, y eso sí que fue muy serio". "... Cuando / la guerra ha comenzado, / lejos -nos dicen- y pequeña / -no hay por qué preocuparse- cubriendo / de cadáveres mínimos distantes territorios, / de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños...".
Un suceso de los principios de la guerra ha quedado marcado como una metáfora de fuego en la memoria del poeta. "Debajo de mi casa había un pequeño bar. Fue una frutería, pero las frutas se acabaron y el frutero tenía unas botellas de anís y de coñac, y empezó a venderlas por copas a los soldados, así que la frutería se convirtió en taberna. Cuando la guerra lo permitía había reuniones de la soldadesca. Yo estaba casi siempre ahí porque había un sargento de la Legión que tocaba la guitarra y cantaba, y aquello me hipnotizó. Y él lo notó. Un buen día me puso la guitarra en las manos y me dijo: 'Te voy a enseñar unos acordes de guitarra', y así empecé a tocar la guitarra. Un día una bomba le atravesó la cabeza. Se la vació por dentro". El bar no está ya en Oviedo, pero está la memoria. "Estábamos acostumbrados a ver muertos, los veíamos todos los días".
La Guardia Civil hurgó en la documentación de su madre, encontraron que había trabajado para sindicatos que entonces ya eran proscritos, la vida empezó a hacerse de acero y de miseria, "y todo aquello me afectó mucho; lo primero que hizo todo aquello fue desmoralizarme en el sentido de perder el sentido moral. Me acostumbré a no decir la verdad, a intentar aprovecharme de las circunstancias para poder sobrevivir. Todo lo que empezaba a sucederme estaba en contra de lo que me había enseñado mi madre".
La oscuridad de la posguerra. Y el encuentro con la Universidad. "Los primeros años de la posguerra estuve recluido en un sanatorio de León, haciendo reposo, por la tuberculosis. Iba los domingos a misa. Cuando estaba mejor bajaba andando unos tres kilómetros, a la estación, donde había una farmacia, y hacía tertulia con la farmacéutica... Era la única vida social que hacía. Iba a Oviedo dos o tres veces al año, para ver al médico, y para examinarme, y en tercero me incorporé ya a las clases".
Oviedo estaba en ruinas; en la cárcel del Naranco "había hombres a los que trataban como esclavos miserables", y la Universidad era "muy pobre, muy gris". Oviedo vivía "un clima de vencidos". El poeta ya había empezado a leer, a Dostoievski, a Chéjov, a Shakespeare, a Stendhal... "¡Menos La Regenta, los leí todos! Estaban, allí, disponibles en las librerías, y muy baratos".
"Ciudad de sucias tejas soleadas: / casi eres realidad, apenas nido, / sólo un rumor, un humo desprendido / de las paredes verdes y asombradas", esa Capital de provincias de sus versos lo vio marchar, finalmente, a hacerse periodista o músico, incluso abogado, trabajó de funcionario de Obras Públicas en el Madrid oscuro de la posguerra, se fue a Estados Unidos, conoció la noche y el alba, el alcohol y sus resacas... Volvió a Oviedo, a ser doctor honoris causa. Allí, en medio de lo que queda del suelo en que se hizo, se sintió otra vez "tan sólo esto: / un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento, / que avanza por caminos que no llevan / a ningún sitio. El éxito / de todos los fracasos. La enloquecida / fuerza del desaliento...".
Doctor en Oviedo, y en sus rastros.
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