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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Derrota's Secrets

Si, llegada la insensatez que traen consigo los años, no se tiene a alguien cercano con quien montar anualmente (y a ser posible, en enero) una reunión de Derrota's Secrets, es que realmente la vida ha pasado por delante de nosotros como la alfombra rodante de un aeropuerto: cargada de bultos sin abrir, en alguna ocasión de bultos que podrían haber sido abiertos, pero que hemos perdido porque no supimos hacerlos nuestros.

Mantengo mi cueva, dedicada a la narración puntual de fracasos y otros malentendidos, con una amistad del género masculino y del afecto singular a quien me unen más de tres décadas de avatares y cine. El placer de tomar con él un té de invierno me aguarda en la cafetería de un hotel barcelonés al que se llega después de atravesar un pequeño y cuidado parque. Primer estremecimiento cinematográfico: soy Doris Day en Un grito en la niebla y un asesino oculto, quizá mi marido (el otro, de una forma u otra, siempre intenta asesinar a su pareja por amor o, sobre todo, con amor), me acecha entre la fronda.

Como llego antes de la hora, presencio una entrañable merienda familiar multicultural (Victoria's Secrets, sin duda) compuesta por un matrimonio maduro, dos hijas adoptivas ya adultas que parecen de origen paquistaní y se llaman Núria y Montse, y un hijo que, genética obliga, parece muy enamorado de su novia indonesia. Comen todos mucha bollería, intercambian regalos. Se multiquieren.

Mi amigo y yo también nos regalamos cosas. Le he traído de Beirut un pin con un fenicio que es como un catalán en taparrabos y con la barretina tiesa y cónica. Viene la primera tanda de nuestra conversación, iniciada por mi amigo.

-¿Sabías que los caballos y los perros que actúan en el cine son siempre del género femenino?

-¿Por qué? -recelosa-. ¿Nos explotan también animalísticamente en el mundo del entretenimiento?

-Es por si las erecciones. Imagínate a un caballo empalmándose en pleno rodaje, por ejemplo, con Doris Day.

-¡Ahhhhhhhh! Acabo de pensar en ella mientras atravesaba el parque.

-¡Por Dios! -mi amigo retrocede en el asiento-. ¡Has comido ajo!

-Sí -reconozco-. Perdona. El agua de Vichy, además, me hace eructar.

Avergonzada, escondo el siguiente eructo en un guante de piel roja, que se infla graciosamente, como si me hiperventilara con la mano del estrangulador de Boston.

-Ese gag es propio de Lucille Ball -apunta, brillante, mi amigo.

¡Lucille Ball! De cuando la televisión era inteligente. Que los cinéfilos que me siguen -y a mi amigo, más- no dejen de buscar en YouTube "Lucille Ball, William Holden". Tienen un par de vídeos geniales.

Temerosa de que se nos pase el rato -y aún nos quedan por afrontar los fracasos-, le lanzo, agresiva, la pregunta que me ha estado royendo por dentro.

-Dime qué es lo que ha ocurrido entre Alfredo Garci y José Luis Landa.

Me lo cuenta. Lamentablemente, no añade demasiados datos a los que yo ya tenía, recogidos con presteza en Oriente Medio, donde el lío ha constituido la comidilla de todos los camellos nacidos entre pajas.

Cotilleamos con largueza acerca de las probabilidades que existen de que la banda que, por desgracia y no lo quiera Dios, asaltó días pasados el domicilio de José Luis Moreno esté formada por telespectadores resentidos, y que semejante ataque no suponga sino el principio de una larga lista de delitos contra la propiedad y el propietario cuyo oculto móvil sea la venganza estética, e incluso ética.

-¿Sigue vivo Jules Dassin? -pregunto, de súbito.

-¡Sí! ¡Con 96 años! -consulta el reloj-. Aunque a esta hora… Lo mejor es ir a la web deadoralive.com, que salen todos los muertos anglosajones famosos, señalados con una calaverita.

Suspiro.

-¿Cuántos años hace que nos dejó P.? ¿Y H.?

Él también suspira. Y empezamos a hablar de las derrotas, de las pérdidas.

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