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Columna
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Amigos del País

En política como en deporte, nada tiene tanto éxito como el éxito mismo, pero últimamente en Cataluña el fracaso también suscita muchas adhesiones, siempre que quede establecido un culpable (exterior) del mismo: Red Eléctrica, Renfe, la ministra de Fomento; o el exceso de solidaridad con otras comunidades.

Esto último se expresa eufemísticamente con el nombre de saldo fiscal: la diferencia entre la contribución a los ingresos de la Administración central y su retorno en forma de gasto público de esa Administración en Cataluña. Un asunto tan importante que varias fuerzas catalanistas han condicionado su eventual apoyo a la investidura del próximo presidente del Gobierno a su publicación. Muchos catalanes y bastantes que no lo son consideran juego sucio la negativa del Gobierno a darlas a conocer y acabar así con la demagogia anticatalana.

Hay una cierta incoherencia en ese argumento, porque el objetivo de la publicación no es académico o moral -una "reparación pública"- sino político: que sirvan de base para pactar una nueva financiación que elimine o al menos limite esa solidaridad cuyo reconocimiento se reclama. Cataluña es una de las comunidades más ricas (con más contribuyentes ricos) y es lógico que contribuya en mayor medida a los ingresos fiscales del Estado; pero es falaz considerar que de ello se derive la necesidad de cambiar su sistema de financiación.

El exceso de entusiasmo con que algunos amigos (interiores y exteriores) de Cataluña han apoyado ese argumento está resultando contraproducente. Como saben muchos aficionados al fútbol, peor que la desafección de los hinchas es la transformación del lógico apoyo a su equipo en hostilidad ruidosa contra el rival, el árbitro, la Federación: con el efecto de que sus jugadores pasan de intentar ganar a buscar justificación a la derrota; fingiendo o exagerando faltas, pidiendo penaltis o expulsiones, para dar la razón al sector más excitado del graderío.

En Cataluña, la coincidencia de una serie de desastres relacionados con las infraestructuras ha dado ocasión a la minoría soberanista de justificar con razones pragmáticas su ideología. El mensaje implícito es que los problemas eléctricos, ferroviarios o del aeropuerto sólo se resolverán con la independencia, y sólo se aliviarán con la amenaza de independencia, es decir, con la apelación a la autodeterminación. Un portavoz de la Plataforma pel Dret a Decidir, convocante de la manifestación del 1 de diciembre, advertía días antes: "Hemos superado la etapa autonomista; ahora toca la soberanía".

O sea, el derecho a decidir, eufemismo inventado por el radicalismo abertzale y adoptado luego por Ibarretxe. Contra lo que esperaban los sectores ilustrados del nacionalismo vasco (cuya última figura destacada ha sido Josu Jon Imaz), no sólo no se ha producido la esperada catalanización de la política vasca, sino que hay síntomas de una incoherente vasquización del discurso catalanista. Incoherente y algo impostada porque, como ha recordado Duran Lleida, el independentismo es muy minoritario en Cataluña (en torno al 20%, según las encuestas); pero que se beneficia de la ambigüedad de ese supuestamente negado derecho a decidir como solución a los problemas prácticos.

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En la extensión de esa moda puede estar influyendo también la idea de que a los vascos no les ha ido mal con la utilización del soberanismo como amenaza latente. Pero el soberanismo no sólo no hace andar a los trenes, sino que alienta a los más radicales a sabotear iniciativas de progreso como el Tren de Alta Velocidad, al igual que antes lo hicieron contra la autovía de Leizarán. Los catalanes, que en 2002 eran, con navarros y valencianos, los más satisfechos con su calidad de vida, difícilmente cambiarían su situación por la de los vascos, por mucho que éstos dispongan de mejor financiación.

Cataluña sigue siendo una comunidad dinámica y próspera, sin problemas de violencia, con alto nivel de vida y una cohesión social notable, ha recordado estos días el ex diputado de CiU Miquel Roca en su condición de presidente de la Societat Econòmica Amics del País. En la tradición de las sociedades creadas en el siglo XVIII (la primera fue la Vascongada, en 1765) para difundir las ideas de la Ilustración, esa entidad ha elaborado un manifiesto Contra el derrotismo en el que invita a superar el pesimismo y la pérdida de autoestima en que se han instalado la sociedad catalana y a corregir el "rumbo errático de los políticos" que tanto "desconcierta" a la ciudadanía.

Se trata de una reacción que va en sentido, si no contrario, divergente al de iniciativas como la manifestación por "el derecho a decidir sobre las infraestructuras", en la que participaron los dos anteriores presidentes de la Generalitat, como si ellos no tuvieran nada que ver con lo que se denunciaba; apenas ha habido voces que recuerden que las incomodidades ciudadanas (agravadas por una mala gestión) en las comunicaciones no se deben al déficit de inversiones, sino a iniciativas destinadas a corregir ese déficit mediante obra pública modernizadora.

El riesgo es que la unanimidad de la hinchada en señalar como responsable a un Madrid de mil cabezas evite a los políticos catalanes dar explicaciones sobre su propia responsabilidad en la situación de derrotismo pasivo sobre la que alertan los menos entusiastas pero más sinceros amigos de Cataluña.

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