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Reportaje:INTERNACIONAL

El año del pato cojo

Incertidumbre en Irak y descontrol en Afganistán. Son los últimos coletazos de George W. Bush. Oriente Próximo y África tampoco levantan cabeza, y en Europa brillan Merkel y Sarkozy. Algunas convulsiones del planeta tienen esperanza: la cumbre de Bali.

Lluís Bassets

En China ha sido el año del cerdo, y el próximo será el de la rata. En Estados Unidos, los dos son los años del pato cojo. Si los andares de este palmípedo son habitualmente ridículos, imaginemos cómo serán los de un pato, no con una, sino con dos patas lesionadas. Éste es el caso del presidente de Estados Unidos, que ingresa en la categoría de los patos cojos cuando se queda sin mayoría parlamentaria en las dos cámaras y contempla cómo los poderes otrora imperiales se convierten en minúsculos. Si esto le sucede a cualquier presidente sin doble mayoría (ni Congreso ni Senado), en el caso de Bush es todavía peor porque desde el último revés electoral se ha quedado sin programa político y ha tenido que empezar a aplicar otro radicalmente distinto, que tiene más que ver con las ideas de su padre que con las suyas propias, que son las de la pandilla de rebeldes neoconservadores que le acompañaron y le llevaron a la devastadora guerra de Irak. La revolución conservadora ya se daba por fracasada el año anterior, pero éste ha sido el de la desbandada de los neocons. El viejo chiste de Bush acerca de que al final sólo quedarían él y su perro Barney en la Casa Blanca está en un tris de convertirse en realidad.

La decadencia de Bush no es sólo una cuestión doméstica. Sus amigos y aliados en el mundo han ido cayendo uno detrás de otro: el frío y distante Gordon Brown ha sustituido al elocuente Tony Blair; el laborista australiano Kevin Rudd, al incondicional John Howard, y el liberal polaco Donald Tusk, al empecinado Jaroslav Kascinsky. Todos ellos están retirando o reduciendo la presencia de tropas de sus respectivos países en Irak. La arrogancia con que los nuevos líderes populistas de todos los continentes desafían a Bush no se entiende sin la pérdida de autoridad y de imagen de Washington en el mundo. Los desafíos lanzados este año por Vladímir Putin, Mahmud Ahmadinejad o Hugo Chávez son hijos directos del vacío que ha dejado esta presidencia tras su fracaso en la guerra de Irak y la ruina de sus planes para democratizar la región. Todos ellos sacan pecho sentados en riquísimos yacimientos de combustibles fósiles, en forma de gas o de petróleo, pero en el caso del iraní se da la circunstancia de que es el propio Bush quien le ha regalado la hegemonía en la zona, dejando que un país chiita y persa fuera quien aspirara a dirigir los destinos de los musulmanes y de los árabes. Una nueva alianza, en la que comparten intereses los países árabes del golfo Pérsico, Estados Unidos e incluso Israel, ha empezado a tejerse frente al Irán de los ayatolás y, sobre todo, ante su horizonte nuclear, temido por todos los vecinos a pesar de las evaluaciones contradictorias efectuadas por los propios servicios de espionaje norteamericanos.

Si la guerra no ha servido más que para empeorar las cosas, la mera diplomacia apenas servirá para que el mundo desarrollado escape del chantaje de los grifos y de las materias primas, especialmente el que ejerce el zar moscovita con sus aires de agente de una nueva guerra fría. De ahí la curiosa evo¬lución de este nuevo Bush III, sin la doble mayoría parlamentaria y en decadencia, que su¬¬cede a Bush II, triunfal comandante en jefe de la guerra global contra el terror, y a Bush I, conservador compasivo anterior al 11-S. Será un Bush verde, y no por convencimiento sobre el calentamiento global, sino por conveniencia, para escapar del peligro de la escasez y de la dependencia energética. Estados Unidos ha protagonizado este año su viraje ecológico, que empezó con el acercamiento de posiciones en la Cumbre del

G-8 en Alemania, bajo la batuta de la canciller Angela Merkel, y ha culminado con la incorporación al consenso multilateral en Bali. Su convencimiento acerca de la necesidad de recortes en las emisiones de CO2 es escaso, casi nulo, pero la certeza de que nos acercamos a una crisis de precios y de seguridad energética es lo que ha llevado al cambio de actitud, que significa diversificar las fuentes de energía y reducir el consumo. Así parecen señalarlo algunos índices de la economía mundial: el petróleo a 100 dólares, todas las materias primas en plena escalada, y los alimentos por las nubes.

Pero lo más elocuente respecto a este final de reinado sombrío es el dólar debilitado y la crisis sin fondo de las hipotecas basura en la que se está empozando la economía norteamericana. No se sabe hasta dónde llega la podredumbre de un sistema que combina prácticas bancarias primitivas, como son conceder hipotecas sin garantías ni información fiable, con la sofisticación financiera de introducir estos productos en fondos de riesgo de alta rentabilidad. Es la primera crisis que no tiene su origen en países emergentes, situados en la periferia del capitalismo, sino en el mismo corazón del sistema. Y también la primera que ha encontrado la insólita respuesta concertada de cinco bancos centrales, el europeo entre otros, para introducir liquidez en el mercado sin tocar cada uno los tipos de interés. Lo más parecido a un gobierno mundial o comité ejecutivo del capitalismo es esta reunión de banqueros del G-20 (los países más industrializados) en Ciudad del Cabo los días 17 y 18 de noviembre, en la que los bancos centrales más importantes acordaron discretamente y sin comunicados qué medidas tomarían en caso de que prosiguiera la crisis norteamericana.

No podrá quejarse el presidente Bush por falta de solidaridad internacional. La tuvo de la Alianza Atlántica en 2001, cuando activó por primera vez su artículo 5 frente al ataque terrorista en Nueva York y Washington, y la ha tenido ahora cuando el Banco Central Europeo y los bancos centrales de Canadá, Reino Unido, Suiza y Japón se han concertado para actuar al unísono e introducir masa monetaria en el mercado para alejar la crisis norteamericana. El multilateralismo del último Bush, expresado en los buenos propósitos de paz concertados en Annapolis entre Israel y la Autoridad Palestina, servirá para poco en el año que le queda de presidencia. Es difícil que se avance hacia la paz mientras los palestinos sigan divididos -con Gaza en manos de Hamás, y Cisjordania, de Fatah- y el debilitado Gobierno de Ehud Olmert permita la construcción de nuevas colonias en territorio palestino. Algo mejoran las cosas en Irak, es cierto, pero empeoran en Afganistán, y lo más probable es que se vaya de la Casa Blanca sin haber podido dar buena cuenta de Al Qaeda, un enemigo rotundo ante el que no hay vía diplomática que valga. El año cosecha un fruto positivo del retorno al multilateralismo y a la diplomacia, como es la paralización del programa nuclear de Corea del Norte, el único contrapunto real al fracaso de Irak y a la incapacidad para doblegar a los iraníes.

Pero hay otra zona de turbulencias, quizá la más preocupante, como es Pakistán, que queda cada vez más a trasmano del control político de Washington. Se trata de un Estado que posee el arma nuclear, tiene un ejército y unos servicios secretos profundamente minados por el fundamentalismo e incluso por Al Qaeda, y cuenta en sus regiones fronterizas con Afganistán con una población tribal hostil a Estados Unidos y en guerra con el Gobierno. El mayor vivero del terrorismo mundial se halla en realidad dentro de las fronteras paquistaníes, y si Estados Unidos decidió en 2002 terminar con el régimen de los talibanes afganos, fue porque no se vio capaz de liquidar los campamentos terroristas paquistaníes, protegidos hasta entonces por el régimen de Pervez Musharraf. El presidente y ahora ex general Musharraf, que desde entonces viene actuando como aliado de oportunidad de Estados Unidos, ha pugnado todo el año por aguantarse en el poder, mantener a raya tanto a los islamistas como a la oposición liberal, y al final ha accedido a acudir en enero a unas elecciones generales, desprovisto de sus galones militares, a las que quieren acudir los ex primeros ministros Benazir Bhutto y Nawaz Sharif, líderes de los dos principales partidos paquistaníes. Musharraf se ha presentado siempre como la única garantía seria de que Pakistán no caería en manos del islamismo radical, pero la inestabilidad creciente permite imaginar el peligro que significaría la aparición de un Estado nuclear islamista, tanto para India como para la seguridad del conjunto de la región y en realidad del mundo. Si a Bush se le puede reprochar lo que ha hecho en Irak y en Afganistán, lo que cabe reprocharle de Pakistán es lo que no ha hecho, su pasividad y su falta de conducción política, algo que deberá corregir el próximo presidente.

A la espera del relevo en la Casa Blanca, en el que los demócratas tienen las mejores bazas, Europa ha empezado a salir del atasco en que quedó varada por el rechazo en referéndum de la Constitución europea. La Unión Europea brilla de nuevo gracias al euro fuerte y a la llegada fulgurante de Nicolas Sarkozy a la presidencia de la República, que se suma a los éxitos de la canciller Angela Merkel. Francia quiere contar de nuevo entre los grandes, y lo expresa en forma de muestras de afecto hacia Washington y de protagonismo en Bruselas. Alemania lidera por su propia fuerza natural: el acuerdo sobre la Constitución europea o el consenso final de Bali sobre el cambio climático mucho le deben al peso y a la influencia del país central de Europa. La resolución del conflicto de los Balcanes, que ensangrentó y acompañó la construcción europea una década entera, tiene ahora la oportunidad de culminar con éxito si la UE consigue que Kosovo acceda a la independencia sin reabrir la contienda, mientras Serbia se acomoda de una vez a un futuro estatuto de país socio. Europa habrá demostrado que hay una vía mejor, diplomática y militar en proporciones muy precisas, que la meramente bélica emprendida por Estados Unidos en Oriente Próximo con la guerra de Irak.

Una vez Bush esté fuera de la Casa Blanca, será el momento en que Estados Unidos intentará recuperar el protagonismo perdido. Pero mientras tanto, son otros quienes han empezado a llenar el vacío: China e India. La primera empresa mundial por capitalización bursátil es PetroChina, y entre los cinco mayores empresarios del mundo se halla el indio Lakshmi Mittal; aunque el primero, por encima de Bill Gates, es un mexicano, Carlos Slim. China crece al 11% e India supera el 9%. Sin ambas potencias no habrá acuerdo global que valga para limitar emisiones de dióxido de carbono dentro de dos años, cuando deba concretarse el camino de Bali. Ambos gigantes juegan a fondo en la economía globalizada, pero en el caso chino con poderosas consecuencias, pues Pekín se convierte en agente decisivo en África y América Latina, alternativa a las inversiones de los europeos y norteamericanos de siempre. Se consolida así el capitalismo sin libertades políticas que ya gustaba a las monarquías petroleras del Golfo y que se instala como horizonte natural del comunismo chino. El viaje de Gaddafi a Europa, convertido en provocador potentado que reparte contratos por el mundo, es el símbolo más indecente del nuevo cinismo diplomático que admite al viejo déspota en la comunidad internacional y tapa así los agujeros de la caída neocon. Una vez derrotados, surge un penoso balance del paso por la Casa Blanca de esta pléyade de revolucionarios conservadores respecto a las libertades públicas en el mundo, pero lo peor es comprobar que han actuado de acicate y legitimador para la consolidación de las vías populistas y el despliegue arrogante de sociedades de mercado sin respeto a los derechos humanos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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