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Idólatras de la norma

Tal vez sea algo atribuible a la tradición católica del mandamiento y el castigo, de los catálogos de pecados con sus correspondientes penitencias; pero uno de los rasgos más marcados de la idiosincrasia política hispana es la fe ciega en las normas imperativas -leyes, decretos, órdenes, edictos, reglamentos, ordenanzas, etcétera- como único modo de resolver los problemas reales de la comunidad, e incluso a veces sus problemas imaginarios; ello en vivo contraste con otras culturas sociales que valoran ante todo la costumbre, la persuasión, el sentido común, la pedagogía, la responsabilidad individual y el consenso cívico. A lo largo de los últimos 200 años, los españoles han elaborado hasta 11 constituciones, pese a lo cual vivieron la mitad de ese tiempo bajo gobiernos absolutistas, dictaduras, suspensiones de garantías y otros regímenes de excepción. Los británicos, en cambio, no han tenido ni tienen Constitución alguna, pero gozan desde hace siglos de un ejemplar sistema de libertades.

Uno de los rasgos de la idiosincrasia política hispana es la fe ciega en las normas imperativas

Aquí, cuando surge o se recrudece una determinada problemática colectiva, la reacción inmediata de los gobernantes y de los políticos en general es promulgar una norma severa y enfática, llena de casuística y bien provista de sanciones, que haga frente al asunto... sobre el papel. Una vez que esa norma ha aparecido en el correspondiente boletín o diario oficial, la autoridad entiende que lo principal ya está hecho, que la solución ya está dada. ¿El seguimiento de la aplicación de la norma, el análisis crítico de su eficacia práctica y de su encaje en la realidad? Ésas son tareas administrativas arduas y sin lucimiento a las que ningún ministro, consejero o alcalde dedicará ni una rueda de prensa.

Por no aludir a las sucesivas y contradictorias reformas del Código Penal, presentadas en todos los casos como la panacea frente a la inseguridad ciudadana, o al aumento de la drogadicción, o a la saturación carcelaria, o a la siniestralidad en el tráfico, refirámonos a dos ejemplos recientes, de naturaleza bien distinta. Para atajar la escalada del machismo sangriento, se promulgó a bombo y platillo una ley contra la violencia de género que aumentaba la protección policial y jurídica de las víctimas a la vez que endurecía las penas para los agresores. Pero un problema social, cultural y psicológico como ése no se soluciona sólo ni principalmente desde las columnas del BOE, los juzgados y las comisarías, de modo que el número de mujeres asesinadas por maridos, novios o compañeros ha seguido aumentando de año en año. ¿Y qué diremos de la célebre Ordenanza de Civismo de Barcelona? Pues que todas las energías municipales parecieron consumirse en el proceso de su elaboración, sin dejar apenas fuerzas para aplicarla de modo riguroso y tenaz. Transcurrido ya con creces el periodo de rodaje de la norma, ¿han desaparecido la prostitución callejera, la mendicidad, la venta ambulante? ¿Se han esfumado los trileros, los lateros, los que orinan impunemente en cualquier esquina o portal, sean o no hinchas del Glasgow Rangers...? Me temo que no, pero tenemos una Ordenanza de Civismo chachi piruli que puede servir de modelo -de modelo teórico- a todas las ciudades del mundo...

Si bien esta idolatría de la norma es un fenómeno transversal, supraideológico, cuando se combina con los afanes redentores de cierta izquierda empeñada en salvarnos incluso de nosotros mismos, entonces los resultados son devastadores para el buen sentido. Tomemos otros dos ejemplos de estricta actualidad. Desde el pasado 1 de diciembre, el Gobierno catalán decretó una velocidad máxima de 80 kilómetros por hora en todas las vías de 16 municipios del área metropolitana de Barcelona, incluyendo algunos tramos de autopista de peaje con las tarifas más caras de España. La medida, que carece de consenso social -tanto el Real Automóvil Club de Cataluña como diversos colegios profesionales la cuestionaron-, ha sido justificada, además, con un argumentario de charlatán de feria. Circulando a menos de 80 kilómetros por hora -asegura la costosa publicidad institucional-, reduciremos la contaminación, viviremos más años, estaremos más sanos, mitigaremos el cambio climático y rebajaremos el número de accidentes. ¡Claro! Y si prohibiésemos el motor de explosión, habría aún menos gases contaminantes, menos accidentes y más salud. Pero ¿cuál es el impacto real sobre la contaminación, la siniestralidad, la longevidad, la bronquitis y el cambio climático de rebajar 30 kilómetros por hora el límite de velocidad? ¿Por qué el máximo a 80 y no a 60 o 50? Eso es lo que ninguna autoridad ha sabido concretar en términos científicos, más allá de remitirse a unas ignotas "normas europeas" y a unos misteriosos "estudios" de la propia Administración catalana que tanto nos mima.

Luego está esa reforma del artículo 154 del Código Civil que prohíbe a los progenitores corregir a sus hijos con un azote o un cachete. Justo cuando todo nuestro sistema educativo -el escolar y el familiar- sufre una gravísima crisis de autoridad, la demagogia política convierte el bofetón paterno o materno en un crimen emparentado con el abuso físico, el maltrato y la violencia familiar. A partir de ahí, ¿cuánto tardarán algunos "defensores del menor" en sostener que negarle a un niño ver la televisión, retirarle la play station o el teléfono móvil, o siquiera reñirle levantando la voz, atenta contra la "integridad psicológica" de la criatura, por lo que debe ser también prohibido y perseguido?

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El pasado viernes, a propósito de la ilegalización del cachete, este diario recogía la conclusión del juez de familia de Sevilla Francisco Serrano: "La sociedad es más inteligente que el legislador". Ojalá, porque de lo contrario vamos derechos hacia la catástrofe.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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