Cuento oriental de Navidad
Las lluvias invernales de Beirut no son líquidas. Se lucha con ellas cuerpo a cuerpo. Quizá por eso cuando escampa lo celebramos tanto. Dejó de llover el domingo anterior a la octava postergación de la reunión parlamentaria para la elección de un presidente. Ese domingo, pues, amaneció despejado y un amigo me llevó al pequeño hipódromo situado cerca de la Embajada de Francia y a poca distancia del Museo Nacional. Durante la guerra civil, esta zona se abría y cerraba, según a los combatientes les saliera de las narices, para permitir el paso de los civiles de un lado al otro. Algunas de aquellas travesías las asocio al relincho de caballos no menos aterrorizados que nosotros.
Pero no se preocupen, lo que sigue es un cuento jocundo. Un cuento de Oriente Próximo en el que no se producen bajas.
A la puerta del hipódromo, mientras mi amigo y yo hablábamos con los encargados de la seguridad, sentí que me propinaban un pisotón muy raro. Alguien me estaba pisando el moflete exterior del pie izquierdo, y ese alguien rodaba. Volví la cabeza: era un neumático. Es más, era el neumático delantero derecho de un Audi blanco, y al volante se encontraba un individuo que lucía entre las orejas la menor expectativa para la libre circulación de ideas que ha contemplado esta República en los últimos veinte años. Me miraba como preguntándome por qué demonios no sacaba yo el pie de debajo de su rueda. Los de seguridad se alteraron, el tipo avanzó y retiré mi miembro.
Por suerte llevaba botas fuertes y grandes, las que uso para el fango, y calcetines gruesos. Así y todo, hubo hinchazón y moretón, pero nada grave. Los de seguridad me dijeron que Dios es grande y yo pedí una bolsa con hielo. Luego aposté diez mil libras (unos cinco euros) y mi caballo quedó el último, pero eso no me importó. Acabamos el día con más gente celebrando en el Sporting Club (junto al mar: el lugar a cuya salida volaron al diputado Walid Eido; soy socia) que sigo con dos pies y que no llovía.
A la mañana siguiente emprendí con mi colega Tomás Alcoverro el camino de Damasco, dispuesta a escuchar la conferencia de Carme Riera en el Instituto Cervantes y asistir al acto de despedida de quien hasta entonces había sido su director, Antonio Gil. A Damasco, en relación con Beirut, le ha pasado lo que a Barcelona en comparación con Perpiñán. Antes era el pueblo adonde se iba para divertirse. Ahora ocurre al revés. No diré que la capital de Siria sea hoy un emporio de lujo y molicie, pero la ciudad, además de preciosa, ofrece una vitalidad que choca sobremanera con el ambiente mortecino de Beirut, incluso con sus desesperados estallidos de diversión nihilista.
En las fronteras no hay tensiones entre ambos países, ni diferencias. Los camiones fluyen de un territorio al otro, las familias tienen parientes de nacionalidades mezcladas. No es fácil separar lo que la sangre -la que corre por las venas, no la sangre derramada- une y amasa.
Nos hizo un día es-plén-di-do, que es el adjetivo favorito de los cursis superlativos. Sol, animación, buena comida en lo alto del monte Casiún, el anochecer con Damasco extendido a nuestros pies embadurnado con los fluorescentes verdes de las mezquitas.
De regreso, nada más cruzar la frontera se abrió un nuevo diluvio universal. Cayó agua sólida típicamente libanesa y el limpiaparabrisas del coche se estropeó. El chófer, que tenía pocas luces aunque no pisaba a nadie, sin dejar de circular a menos cero frotaba de vez en cuando el cristal con una hoja de periódico, dejando la luna con incrustaciones de anuncios por palabras. La cosa iba de mal en peor. Así iniciamos la remontada del collado de Baidar, en donde la niebla era aún más maciza y amenazante que la lluvia. Por fin nos detuvimos ante una cafetería devota de Hezbolá que nos dio cobijo; dejé propina: espero que la CIA no me lo tenga en cuenta. Allí esperamos a que nos mandaran un nuevo coche y un conductor en condiciones.
A la altura de Sofar, la niebla amainó y aparecieron iluminaciones navideñas. Una flor, un arabesco, una paloma de la paz.
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