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Columna
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Nostalgia de la política

José María Ridao

Como los mandamientos que Yahve entregó a Moisés, las innumerables y variadas promesas electorales anunciadas por los diferentes partidos antes de que se inicie la campaña se podrían resumir en dos: bajar los impuestos directos y aumentar las prestaciones públicas.

Más allá de las eventuales dificultades para conciliar ambos propósitos, la ruidosa subasta de reclamos con la que cada cual trata de animar a sus votantes para las elecciones del próximo mes de marzo ha hecho perder de vista un cambio profundo, y seguramente decisivo, en la relación entre las fuerzas políticas y los ciudadanos. Los partidos ya no se proponen atraer a los electores hacia un programa, sino elaborar un programa a la medida de los electores.

Recursos tradicionales en el arte de la política, como la capacidad para establecer objetivos en función de una idea, o la habilidad retórica para hacer esos objetivos comprensibles y deseables, pierden entonces cualquier relevancia frente a los diagnósticos sobre las necesidades de cada grupo social y la disposición para prometer una solución inmediata. Los candidatos que se pliegan a esta forma de entender la política no necesitan demostrar que han reflexionado con acierto o, al menos, con detenimiento sobre la tarea que se proponen llevar a cabo; basta con que se presenten como mediadores fiables entre los datos de las encuestas y el presupuesto del Estado, basta con que insistan en que ellos son personas que cumplen cuanto prometen. La consecuencia tal vez inevitable es que el debate político o, en fin, aquello que debería ser el debate político, equivale entonces a discutir acerca de la personalidad de un candidato, cuando lo lógico sería discutir acerca de la oportunidad o la viabilidad de sus promesas.

Es en este contexto donde encuentran su razón de ser las hagiografías que proliferan antes de cada cita electoral, las empalagosas entrevistas que se proponen descubrir lados humanos y, en definitiva, toda esa parafernalia propagandística que exige de los candidatos un exhibicionismo semejante al que mueve a los protagonistas de la prensa del corazón, aunque dirigido a obtener no sólo notoriedad, sino también respaldo en las urnas.

Un programa electoral no tiene por qué consistir en un exhaustivo catálogo de promesas dirigidas a los votantes, agrupados según edad, necesidades o minoría. Si se ha llegado a esta alarmante reducción del concepto de representación democrática es porque los análisis sociológicos, cuando no las simples encuestas, han ocupado el lugar de las ideas políticas, y se piensa entonces que cada medida de Gobierno debe tener un destinatario concreto, ya sean los jóvenes, los pensionistas, los votantes de centro o los miembros de una comunidad cualquiera. La convicción implícita, y hoy asentada entre los principales partidos, es que la mayoría sólo se alcanza estimulando el voto de cada grupo social a través de prometerles medidas específicas. Las elecciones de marzo dirán si se trata de una convicción acertada en términos electorales. En términos políticos, sin embargo, es una convicción que puede deteriorar la cohesión, puesto que estimula la colisión de intereses entre los destinatarios de las diferentes ayudas. Por ejemplo, ¿cómo interpretarán los pensionistas que los jóvenes dispongan de un subsidio para vivienda equivalente a algo menos de la mitad de su pensión, cuando también ellos padecen ese problema y no tienen derecho a ninguna contribución del Estado? ¿Cómo influirá en los hábitos generales del país la inextricable red de ayudas, leyes y disposiciones establecidas por unas administraciones u otras en función de la edad, el género, la autonomía en la que se reside o un inabarcable sinfín de criterios?

Estos largos meses de precampaña están produciendo una exasperante saturación de mensajes propagandísticos, algunos de ellos rubricados con la rotunda letanía de "Gobierno de España", ese hallazgo de un partido que presumía de haber puesto fin al descarado despilfarro de los populares en publicidad institucional. Pero están produciendo, además, una inconsolable nostalgia de la política entre los ciudadanos que aspiran a contribuir con su voto al futuro del país, pronunciándose como adultos ante proyectos alternativos. Nostalgia de la política como respuesta razonada a los problemas de alcance general, a las cuestiones que afectan a los espacios comunes, no como acumulación de promesas particulares a los diversos grupos sociales realizadas por candidatos que exhiben impúdicamente lo que sienten, lo que asumen, lo que sueñan, lo que les gusta o no les gusta, como estrellas rutilantes de un reality-show. Hay demasiados signos de que los próximos cuatro años serán distintos de los cuatro precedentes, y los votantes tienen derecho a saber cómo analiza cada partido esos signos, cómo los jerarquiza y qué medidas se propone llevar a cabo. Para sonrisas, eslóganes prefabricados y figurantes aplaudiendo en los escenarios ya tienen bastante con los incontables programas de la televisión basura.

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