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Columna
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Por qué interesa el urbanismo

Hoy en día coexisten varias formas de hacer y de ser la ciudad: la que consolida los espacios metropolitanos conectando las sucesivas coronas de los municipios limítrofes, y que en la cartografía o desde el aire se aprecian prácticamente como un todo urbano; la ciudad difusa formada por el entramado de las residencias que huyen a través de montes y valles; la ciudad confusa o fragmentada en los bordes, en periferias llenas de distintos usos comerciales, residenciales, de ocio, muchas veces excluyentes e incomunicadas; y la ciudad de las persianas bajas, de los centros obsoletos que tienden a vaciarse, o la de los propios corazones de las ciudades que se terciarizan y se quedan sin habitantes.

Una ciudad formada por zonas aisladas y excluyentes propicia el yo en vez del nosotros

El fenómeno de la ciudad fragmentada que se dispersa por el territorio ha diseminado también a la población, o viceversa; los individuos, en su voluntad idílica de encontrarse con el campo, se han escondido entre mirtos y vallas o han quedado estrangulados por el viario. Las posibilidades de relación y encuentro en la proximidad del vecindario han disminuido, aunque luego el comportamiento humano tienda a ser gregario y homogéneo a la hora de reaccionar ante los temores del aislamiento por la lejanía del bullicio de la urbe.

En un período reciente el urbanismo dejó de tener una visión social, técnica, formal y política de conjunto. Hoy el énfasis del gobierno de la ciudad en materia urbanística está dedicado fundamentalmente a construir viviendas y grandes infraestructuras. En tales condiciones resulta más difícil crear comunidad y cohesionarla.

No obstante, la ciudad sigue siendo el mejor amortiguador de nuestros conflictos y el centro funciona como charnela de ellos. El espacio público está formado por los lugares que propician el encuentro, las calles y plazas y las infraestructuras, rondas y periféricos que no sólo facilitan el tránsito, sino que deben también garantizar la permeabilidad transversal entre las distintas partes de la ciudad. Por eso es necesario que a la hora de actuar en el tejido urbano predomine el criterio de zurcido, de continuidad de la trama viaria, y esto se consigue con un adecuado equilibrio entre el diseño de las áreas de estancia y de tránsito.

Es en la calle, en la plaza, donde se genera más cohesión social. Por eso, en contraposición a esos tipos de ciudad disgregadora aparece la ciudad encontradiza. Sea en los espacios urbanos, en los recintos comerciales o en los aeropuertos, lo importante es tener la oportunidad de vernos, de tropezar y de hacerlo, además, a gusto, y para conseguirlo no hay que perder ninguna oportunidad, pública o privada. Y subrayo público y privado porque, a veces, en el empeño de la estimación del llamado espacio público, dejamos de valorar el conjunto de equipamientos semipúblicos e incluso privados que juegan un papel importante en las relaciones humanas.

Una ciudad formada por zonas aisladas y excluyentes propicia el yo en vez del nosotros y genera problemas más graves que los conflictos inherentes a la convivencia. Una ciudad segregada por el predominio absoluto del transporte privado y por centralidades inconexas o excesivamente especializadas, que se vacían durante grandes segmentos horarios, no educa, es !"deseducadora". En cambio, una ciudad con distintos centros multifuncionales y bien comunicados permite vivir a escala de barrio y moverse entre sus partes para poder descubrirlas. En los temas de movilidad el cambio que se ha de producir ya no es tanto el de acometer grandes infraestructuras, sino el modo inteligente de utilizar los espacios y los instrumentos de la movilidad de los que disponemos. Cuando éramos niños la ciudad nos parecía inmensa y descubrirla era una aventura. Hoy un niño, como un anciano, ve muchas imágenes distantes y extrañas, pero no se siente animado a explorar su entorno vital y social, o no puede hacerlo.

Reflexiones todas ellas que son el quid del urbanismo: policentrismo, autonomía de los centros, infraestructuras que abrazan y no impiden la comunicación, ciudad densa y compacta, las políticas educadoras en torno a la movilidad, las calles y plazas como lugares de encuentro, los equipamientos semipúblicos y privados, el zurcido del callejero... De no ser así, tarde o temprano aparecen los guetos. Una vez más la urbe europea por excelencia, París, ha vuelto a arder en sus periferias incomunicadas.

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