SEÑAS DE VELOCIDAD
Una de las polémicas más célebres cuando la llegada del ferrocarril a España fue la que hizo discutir a nuestros intelectuales luditas sobre el impacto negativo que aquella nueva tecnología de la comunicación llamada "tren" podría tener sobre la salud del viajero. A más de 80 kilómetros por hora y con el traqueteo, aseguraban los enemigos del ferrocarril, se daña seriamente la masa cerebral, se obturan los sentidos y el ojo humano no puede disfrutar del paisaje, cuya contemplación estética exige la exacta velocidad del paseante: los cuatro y pico kilómetros por hora, como un día había establecido un filósofo amigo de Kant (Karl Gottlob Schelle) en su libro El arte de pasear, y que también fue el autor reconocido del llamado "paisaje ameno".
La polémica no era nueva en Europa, y en su célebre pero todavía vigente ensayo Dos culturas, C. P. Snow nos recuerda las virulentas polémicas que desató aquella nueva tecnología de comunicación que era la máquina de vapor. "Nos produce a Dios y a mí la misma consternación ver llegar en domingo los trenes a nuestra estación", repetía el obispo de Strafford, y del mismo calibre eran los dicterios sobre los males que entrañaba aquel ferrocarril que arrastraba revoluciones industriales; barbaridades sólo comparables a las que ahora mismo emiten nuestros literatos antiguos sobre el peligro de esas nuevas máquinas de comunicación e información que son los motores de la era posindustrial.
Nuestros luditas, sin embargo, fueron más modernos esta vez e inauguraron el nuevo siglo advirtiendo de las catástrofes que suponía aquella diabólica velocidad del tren en la masa cerebral, pero que sobre todo se inmiscuía en el tradicional goce estético del paisaje español. Por cierto, un paisaje el nuestro que era todo un aburrimiento contemplar desde la velocidad recomendada de los cuatro kilómetros por hora del promeneur, porque casi todo era llanura mesetaria, sin cuestas alpinas y ni el menor rastro de aquel invento romántico del paisaje ameno de Schiller, que movió a los filósofos, literatos y acuarelistas alemanes, los primeros turistas propiamente dichos, a salir a pasear fuera de sus ciudades.
El caso es que inauguramos este nuevo milenio polemizando como lo hacían nuestros bisabuelos en la era de la revolución industrial. Discutiendo acaloradamente de trenes, velocidades y paisajes. Pero con tres grandes diferencias. Ya casi nadie habla de los negativos efectos de las velocidades superiores a los 300 kilómetros por hora, que es el AVE mínimo, sobre la famosa masa cerebral; dos, los Borbones de la familia real esta vez ya no son los accionistas de referencia del nuevo ferrocarril de Estado. Y tres, en cuanto al paisaje, o a la teoría del paisaje, han cambiado mucho las cosas y ya nadie defiende las velocidades lentas de los paseantes de la generación del 98 para contemplar las llanuras de las Castillas y otros célebres desiertos españoles. Es más, los 300 kilómetros por hora parecen ser ahora la velocidad ideal para disfrutar de nuestros queridos y viejos paisajes de llanura desde la ventanilla de los AVE serie 100 o 102, y el único problema real que tenemos con nuestro paisaje no es cómo contemplarlo mejor, sino cómo las obras de la alta velocidad, cuando se ponen a costear, pueden destrozar, y de hecho destrozan, el paisaje litoral, incluido ese no menos célebre paisaje tradicional del cemento salvaje que nos ha brotado desde el franquismo inferior, para poner una fecha precisa, y que constituye, por cierto, el nuevo paisaje ameno que tanto atrae al turismo de masas europeo, nuestra primera industria.
Pero no todo es malo o catastrófico en esta polémica nacional sobre las velocidades altas del AVE serie 100 y que ya involucra de una manera u otra a todas nuestras nacionalidades y autonomías. Por un lado, mientras discutimos de los efectos perversos o benéficos de esos 300 kilómetros por hora, como lo hacían nuestros abuelos con el traqueteo de aquellas máquinas de vapor a velocidades muy inferiores, sólo discutimos de cercanías ferroviarias, y eso mismo, en la era de la globalización y de velocidades de comunicación que ya no se miden en kilómetros por hora, sino en kilómetros bit (tarabit), es justamente política de cercanías, que excluye cualquier maximalismo ideológico del siglo pasado. Por el otro, no olvidemos que mientras polemizamos de esos trenes españoles de alta velocidad, aunque les exijamos apeaderos locales de tranvía, o de vía estrecha, estamos metidos por bemoles en una discusión de Estado que en definitiva sólo produce más Estado, por encima o bajo túnel de nuestras cerriles fronteras internas.
El Estado, en definitiva, es el estado de las diversas velocidades del país que nos sincronizan en tiempo real con la globalización compleja y anulan las viejas distancias locales.
No sé qué asesor ilustre le habrá enseñado a Zapatero esta nueva definición del Estado, pero nadie me quita de la cabeza que es su gran truco político y por eso se ha autoproclamado, delante de la fracasada ministra de Fomento, nuevo ministro plenipotenciario del AVE, asumiendo todas las críticas y polémicas, empeñado en sustituir las lentorras señas de identidad por estas nuevas señas de velocidad.
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