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El taxi

Victoria Combalia

Saliendo de un acto público al cual tenía que asistir imperativamente, decidí volver a mi casa en taxi. Era un viernes, a medianoche, y La Rambla de Barcelona estaba de bote en bote. "Será muy difícil encontrar un taxi", pensé, y efectivamente me quedé más de 10 minutos de pie esperando ver pasar uno. Al final apareció, pero por el lado de subida, y aunque ya sabía que el trayecto sería mucho más largo lo cogí, ya que me exponía a estar largo rato esperando en el otro lado.

El taxista estaba dando un último bocado a algo y hablando con su novia con su móvil: "Me he tomado una hamburguesa de carne porque llevo toda la semana comiendo legumbres", le decía, y así siguió con su cháchara. Al cabo de un buen rato, al ver cruzar a un camarero, le dijo: "Te has perdido el pedazo de copón de cerveza que me está pasando debajo de los morros". "Oye, oye, que abras el sofá. ¿No está allá tu hija?, pues que te ayude a abrirlo. ¡Díselo, que te oiga yo, díselo a tu hija, que te oiga yo!". Cuando dejó de mandarla a grito pelado, pasaron a hablar de asuntos profesionales: "Que no tía, que no, que esos no tienen dinero, que aunque vayan de maricas y de lesbianas y de modernos no gastan en el taxi; que los sitios de ambiente no son sitios de dinero". Entonces, se ve que cansado de hablar con la chica (aunque sin colgar el móvil), puso la radio a todo volumen. "Oiga", le dije yo entonces, "que me estoy enterando de su conversación con su novia...", intentando decirle, de una forma educada, que parara de hablar. "Con todos los respetos", me contestó, "a mí no me importa que usted lo escuche". O sea, que tanto le daba la pasajera como su novia: la cuestión era distraerse durante el curro y al acabar, llegar a una cama caliente y con niños lejos.

Dos taxis en dos ciudades: Barcelona y París. Dos países tan cercanos y tan diferentes

Él era un hombretón, con el pelo rapado y una camiseta: la verdad, me daba un poco de miedo. Si nos enfadábamos, de un guantazo me hubiera podido dejar clavada con una costilla rota. Y yo no tenía alternativa; bajarme hubiera sido dramático porque no hay ni un taxi de subida en La Rambla y caminar sola a medianoche no era lo más recomendable.

"Que la Leticia está pariendo", le decía la novia (no sé cómo se las arregalaba, pero yo podía oír hasta lo que le decía la novia). "Otro que mantener", le contestó él, y yo pensé, "de eso habla el pueblo", sin poder adivinar, claro, que aquello era un avance de este famoso desencuentro entre la realeza y una parte de sus súbditos. Costó tanto llegar -nos pasamos más de media hora en La Rambla, a menos de 10 kilómetros por hora- que el importe fue altísimo y el conductor añadió en el recibo: "tráfico lento", no fuera el caso de que yo me quejara.

Al llegar miré los servicios y derechos del cliente del taxi por Internet. En una página muy bien hecha se informa de que "durante el viaje no se puede beber, comer ni fumar en el vehículo" y de que el vehículo "ha ser limpio y el conductor aseado" y, lo más importante para el caso, que el usuario tiene derecho a "elección y graduación del volumen de sonido y de la temperatura interior". O sea, que me habían explotado vilmente. Claro está que yo ya me lo imaginaba , pero entre reivindicar y sin duda llegar a una bronca o callarme y llegar sana y salva a casa preferí lo segundo. Delicias de ser una mujer emancipada que sale sola por la noche.

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Al cabo de un tiempo, en París, un taxista no me puso la maleta en el maletero (en Francia, sin embargo, aprendí que es opcional), me dejó en una terminal del aeropuerto equivocada y me estaba dando mal el cambio. Demasiado, pensé, e hice una queja por escrito adonde ponía el recibo.

Me llegó un sobre color salmón de la Préfecture de Police con un membrete en donde se leía, bajo un logo muy moderno de su bandera tricolor : "Préfecture de Police. Direction des Transports et de la Protection du public" y en el borde inferior: "République Française. Liberté. Égalité. Fraternité". Mi caso era el número 4.316, llevado por M. Terrasse, y la responsable del Bureau de taxis de París me escribía lo siguiente, tras acusar recibo de mi queja: "Sra: Le informo de que el interesado, convocado por mí, ha sido objeto de una severa amonestación y ha sido invitado a respetar las reglas inherentes a su profesión. Esta medida debiera incitarlo a no reincidir". Se despedía con el respetuoso "je vous prie d'agréer, Madame, l'expression de ma considération distinguée" y adjuntaba un delicioso librito sobre los usos, derechos y deberes de los taxis parisienses.

Dos países tan cercanos y tan diferentes.

victoriacombalia@gmail.com

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