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Crítica:Crítica
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un héroe coral

Ha novelado Arturo Pérez-Reverte en Un día de cólera acontecimientos legendarios que realmente sucedieron en Madrid el Dos de Mayo de 1808 y pronto cumplirán doscientos años. No es una estampa de época, sino una crónica de gente viva, en el instante, en tensión y movimiento. "Este relato no es ficción ni libro de Historia", dice Pérez-Reverte. Yo diría que el protagonista es el pueblo insurrecto, verdadero y admirable personaje múltiple, caracterizado desde el principio por una cita de Napoleón: "Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor". No importa que el mismo caudillo los hubiera juzgado antes "una chusma de aldeanos embrutecidos e ignorantes, gobernada por curas". El levantamiento del Dos de Mayo en Madrid contra las tropas imperiales fue un acto de heroísmo colectivo, coral, memorable, que a su capacidad de leyenda suma el hecho de que conserve, como las grandes obras literarias, un fondo enigmático nunca resuelto del todo. Pudo ser una conspiración calcada sobre el motín que en Aranjuez derribó a Godoy y forzó la abdicación de Carlos IV. Galdós unió las dos jornadas en El 19 de marzo y el 2 de mayo, uno de sus episodios nacionales. En Aranjuez se vio al conde de Montijo dirigiendo a la masa con disfraz de palurdo, "montera, garrote, chaqueta de paño pardo", como cuenta Galdós, y lo que parecía un amotinamiento popular fue más bien una revolución palaciega. Sea lo que fuere, el Dos de Mayo acabó en el levantamiento y aplastamiento del pueblo invadido por el francés.

Un día de cólera

Arturo Pérez-Reverte

Alfaguara. Madrid, 2007

404 páginas. 19,50 euros

Puede que mediara la provocación imperial, según el plan napoleónico de quitarles con cualquier pretexto la corona de España a los Borbones para dársela a algún Bonaparte. El primer muerto del Dos de Mayo fue un soldado francés, derribado a garrotazos y sableado. Entonces empezó la matanza contra el gentío despavorido, y se desató la venganza, la caza del invasor sanguinario. El relato de Arturo Pérez-Reverte es panorámico. El narrador se acerca a su multitud de personajes como una cámara que, al ritmo sostenido que la acción exige, recorriera el tiempo y el espacio de los acontecimientos para ofrecer una visión total del día, del principio al fin. Pero el talento del novelista se demuestra en su capacidad para el primer plano, para revelar lo particular, lo individual, en el gran panorama histórico. Pérez-Reverte identifica a sus criaturas, las llama por su nombre, las vivifica, y el gesto de héroes y heroínas resalta épicamente en la hazaña colectiva como un signo del valor de su pueblo. Y, al mismo tiempo, el narrador asume alguna vez una distancia de ironía suave que acaba siendo proximidad, simpatía, identificación con los que participan en el combate callejero. Hay en el fondo, como en las guerras que contaba Stendhal, una celebración de los esfuerzos inútiles y la grandeza de las batallas perdidas de antemano, que ya habíamos conocido en otras historias napoleónicas de Pérez-Reverte, El húsar y La sombra del águila.

Un sistema de antagonismos activa la tensión: españoles contra franceses, pueblo frente a clases altas e instituciones sumisas o entregadas a Napoleón, la frialdad profesional de las tropas imperiales frente al arrebato pasional de los madrileños, la enormidad de la potencia militar dirigida contra individuos prácticamente indefensos. El rechazo a la invasión es una cuestión de sentimientos en un Madrid que "zumba como una colmena peligrosa". La desconsideración francesa, propia de quien ocupa un lugar conquistado sin disparar un solo tiro, es arrogancia de taberna. El capitán de artillería Daoíz se avergüenza de haberse contenido ante bebedores imperiales que en un café se burlaban del pueblo desgraciado. Es imposible lamer las botas al francés, y el rencor contra el invasor de la patria depende de pequeñas y cotidianas heridas en el amor propio. El levantamiento se parece al fulminante ataque de cólera que sigue a la pérdida de una paciencia excesiva. No se mide la desproporción de fuerzas. Veteranos de Austerlitz y Jena aplastarán a una turba irredenta armada con tijeras, hachas, cuchillería de cocina y escopetas. El heroísmo colectivo es el valor de cada valiente, hombres y mujeres, y el narrador cuenta el momento en el que se crea un personaje histórico, el nacimiento de la idea de pueblo o nación española como protagonista de la Historia, una multitud de seres con emociones en común, nadie excluido, desde el honrado trabajador a, como decía Galdós, granujas y holgazanes "convertidos en guerreros al calor del fuego patriótico que inflamaba el país".

"Ustedes no pueden figurarse cómo eran aquellos combates... Una confusión, una mezcolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar", escribió Galdós. Pérez-Reverte representa sensorialmente aquel furor, lo más inmediato, el clac, clac, clac de las navajas de muelles al abrirse, el pensamiento que se va a los hijos un segundo antes del choque definitivo, el olor de la culata pegada a la cara, la pregunta fundamental: ¿qué hago aquí? ¿Por qué tiembla el suelo? Son las herraduras de los caballos que se acercan. Cargan los mamelucos a brida suelta. Relinchan las bestias desventradas, acuchilladas, entre coces, derribadas con su jinete. Es el degüello, la ferocidad de quien nada tiene que perder, "el odio insensato de quien sólo quiere venganza". Agua y aceite hirviendo llueven de las ventanas. Seguimos la lista funeral de los caídos, el registro de los libros parroquiales de difuntos. Nos admira el esplendor heráldico de los uniformes, con su nostalgia de un mundo ido, casacas de colores vivos, botas hannoverianas, el colbac de piel de oso, el azul turquí de los artilleros españoles, el dolmán verde con pelliza roja de los imperiales Cazadores a Caballo, el amarillo de los dragones de Lusitania y el azul de los Guardias Walonas, la cruz blanca en la escarapela roja de los regimientos suizos al servicio de España, pero también la dignidad de capas y capotes, monteras y sombreros de ala caída y redecilla en el pelo, la chaquetilla de alamares, la faja y la navaja. No hay esperanza, lo sabe el capitán Daoíz: "¿De qué sirve batirnos? Por el honor, por el ejemplo". -

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