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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Xènia, esteticista

La esteticista tiene su gabinete en la calle de Mallorca con Viladomat. Se llama Xènia y, en consecuencia, su establecimiento también. Las clientas del barrio, cuando van a hacerse las piernas, las manos, la cara o todo a la vez lo dicen así: "Voy a la Xènia".

Llamo al timbre. A veces, cuando paso por delante de la puerta, Xènia ha puesto un cartel en el que se lee: "Estoy haciendo un masaje". Eso quiere decir que no abre para no dejar desamparada ni un momento a su clienta. Al leer el cartel siempre me siento como el perro de Pavlov. Se me hace la boca agua. Me imagino sus manos de esteticista presionando sienes, cuello, manos, flacideces, celulitis, contracturas o una combinación de todo a la vez. Pero hoy el cartel no está puesto y Xènia aparece con su uniforme de trabajo, su gorro y uno de esos protectores que se ponen los médicos en la boca cuando operan. Me pide que me espere cinco minutos, que está "terminando una cara". Cuando desaparece, le oigo decirle a la clienta, con su voz suave, que se levante despacio para no marearse. Se tratan con familiaridad, y es lógico. Es imposible no ser amiga de Xènia con la de cosas placenteras que te hace. Y en efecto, la clienta sale grogui. Paga medio traspuesta y le da dos besos agradecidos y esclavos.

"Me gusta contribuir a desestresar a la gente", me cuenta ella. "Hay personas que te vienen histéricas y salen la mar de relajadas". Con la excusa de hacer esta crónica me pongo en sus manos para que haga de mí lo que quiera. Y Xènia se pone en marcha. "Primero", me anuncia, "haremos presoterapia". Y yo digo que sí, porque sea lo que sea será maravilloso. Me atavía con una especie de pantalón ancho, me coloca las piernas en unas fundas diseñadas para que se puedan rellenar de aire a voluntad y las conecta a un aparato. Enseguida el aparato empieza a zumbar y las fundas de hinchan y se deshinchan ejerciendo presión. Da gustirrinín, pero, además, parece que va bien para la circulación. "Hay mucha gente que se me duerme aquí", me susurra ella. La creo.

Naturalmente, me entran unas ganas arrebatadoras de contarle mis secretos más íntimos a Xènia. Es el clásico efecto psicológico que provoca esta profesión o la de barman. Se lo confesarías todo. Por suerte, ella también me explica cosas. Quiso ser esteticista desde pequeña. Con muy pocos años se encerraba en el lavabo y se maquillaba, se depilaba o depilaba a sus muñecas. También me explica que vienen cada vez más hombres a hacerse limpiezas de cutis, pero que no les gusta que se llame así. Lo de cutis les parece cursi. Prefieren limpieza facial. No me extraña. Yo también prefiero decir hacerse el labio superior que decir depilarse el bigote.

A continuación pone en marcha una máquina que dispara vapor caliente hacia mi cara. Mientras noto que me ablando como un pulpo a la gallega, las manos de Xènia empiezan a amasarme. Dictamina con precisión mis problemas cutáneos. Con los ojos cerrados, oigo como detrás de mí destapa frascos, llena cazos de agua y mezcla quién sabe qué ungüentos a saber con qué terapéutica finalidad. Huelo a melocotón y a sustancias que para siempre asociaré con el bienestar. Con un pincel empieza a embadurnarme. Trabaja con el mismo cuidado que una restauradora de cuadros. Y de fondo suena música de la considerada relajante. Cuando termina conmigo estoy traspuesta. Me dice que me levante despacio para no marearme. Nos tratamos con familiaridad y es lógico. Es imposible no ser amiga de Xènia con la de cosas placenteras que te hace. Y en efecto, salgo grogui. Pago medio traspuesta y le doy dos besos agradecidos y esclavos.

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