Público, privado, cotidiano
Estos días asistimos a una revuelta de la población catalana hacia la falta de funcionalidad de un sistema público que creíamos más o menos sólido. En muy pocos meses hemos ido asistiendo a la creciente fragilidad de los servicios públicos, y con ello a las evidentes repercusiones en la esfera privada, en la cotidianidad de una vida cada vez más vulnerable a los hipotéticos impactos del desorden público. Y si ya habíamos llegado con reservas muy cortas de confianza en relación con el sistema político catalán después del espectáculo de la aprobación del nuevo Estatuto, la sospecha creciente sobre los sistemas de responsabilidad pública de provisión de energía, de transporte, educativos o de sanidad, han empezado a generar una doble crisis de legitimidad y funcionalidad que tiene raíces sólidas y que será difícil de superar. La manifestación del próximo sábado, de matriz civil e incrustaciones políticas, es una prueba de ello, y deberá ser procesada debidamente por unas fuerzas políticas catalanas que deberían evitar intentos de capitalización apresurados. No hay fuerza política que pueda tirar la primera piedra, sin que corra el riesgo de acabar golpeada por el efecto bumerán.
Las desigualdades que subsisten en lo privado quedan ocultas bajo la unidad de lo público
Más allá de la coyuntura, hemos de recordar que procedemos de una tradición que nos ha enseñado a distinguir entre la esfera pública y la esfera privada. Esa distinción está en la base de la creación del estado liberal. La progresiva democratización de ese estado, condujo a la creciente ampliación de las responsabilidades públicas que fueron así extendiéndose a ámbitos como la educación, la sanidad, los servicios sociales o el cuidado de personas, que habían sido considerados como impropios de merecer la atención de los poderes públicos. Los recientes cambios sociales y familiares, la progresiva autonomía de las personas, las exigencias generadas por una mayor movilidad, las presiones de una existencia crecientemente competitiva, han hecho que el bienestar no dependa sólo de que existan unos derechos y que sean reconocidos, sino, sobre todo, de que se puedan ejercer cotidianamente. No es suficiente, por ejemplo, que tengamos derecho a la escuela, sino que esta escuela funcione adecuadamente, teniendo en cuenta cómo se ha movido todo el entorno que rodeaba tradicionalmente ese espacio educativo. No es suficiente que estén previstos los servicios públicos, sino que el día a día de estos servicios ha de ser fiable. Cada contratiempo en la marcha de esos servicios supone enormes quebraderos de cabeza para las personas que ya llegan con la lengua fuera a cada cita, a cada compromiso, a cada final de mes.
Los poderes públicos tiene hoy el reto de seguir demostrando que la proclamación de derechos es coherente con su realización cotidiana y efectiva. Y en la superación de ese reto han de ser conscientes que el compromiso político real, la relación de confianza básica, se fundamenta en que los servicios públicos funcionen fiablemente. No valen las distinciones entre quiénes tienen la responsabilidad pública de esos servicios y los que asumen la provisión privada de los mismos. Ese es un tema de gestión, operativo, pero no forma parte del pacto fundacional entre ciudadanos y poderes públicos. Nosotros confiamos en las instituciones públicas, les damos nuestra legitimidad, pagamos nuestros impuestos, y necesitamos que los servicios de los que depende cada día nuestro bienestar, nuestra vida, nuestra familia, estén asegurados. Es evidente que aquellos que tienen más recursos, aquellos que disponen de mayores cuotas de riqueza e información, son los que más fácilmente maniobran, presionan y actúan para no depender exclusivamente de los servicios públicos. Su voz se oye mucho más. Pero ese sector social navega con maestría en las aguas que conectan las esferas públicas y privadas, aprovechándose de las ventajas de cada ámbito, y sorteando las dificultades con mayor facilidad. Los menos agraciados, los que cuentan con menos recursos educativos y económicos, son mucho más dependientes. Su voz es menos potente, su capacidad de maniobra es mucho menor.
Gran parte de la crítica del feminismo del siglo XX a las bases fundacionales del liberalismo se dirigió a la distinción entre la esfera pública y privada. Y lo hizo para así atacar el fundamento del patriarcalismo, la división sexual del trabajo, y la visión excluyente de la política. Desde entonces, sin haber superado ni mucho menos esos problemas, resulta cada vez más intolerable el que se pueda uno atrincherar en la distinción entre lo público y lo privado para justificar faltas de consistencia y de coherencia entre lo que se proclama públicamente y lo que se practica privadamente. Hemos aprendido que no hay transformación social posible sin transformación personal y vital. Las desigualdades que subsisten en el ámbito privado, quedan ocultas bajo una aparente homogeneidad y unidad de lo público. Los dirigentes políticos no deberían utilizar el argumento de la opción privada para eludir sus responsabilidades sociales y personales con el buen funcionamiento de unos servicios públicos esenciales para la comunidad. Mientras unos pueden escoger, otros simplemente no pueden hacerlo. Y el mensaje que se lanza es, si puedes móntatelo, si no puedes, siempre te queda la opción pública. Dice el profesor Enric Tello que la revolución que nos queda por hacer, debería ser "prosaica, femenina y cotidiana". La manifestación del sábado puede interpretarse como la exigencia de una cotidianidad que permita mantener la autonomía de cada quién, asegurar el acceso equitativo a los servicios y reconocer la diversidad de situaciones con que cada quién accede a esos servicios. Ese es el reto, y ante ese reto los políticos harían bien en no refugiarse en opciones privadas o particulares para justificar aquello que acaba percibiéndose como falta de coherencia política o de compromiso real con el sistema de provisión pública de los servicios esenciales para la comunidad.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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