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Columna
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Fuga en la Gran Vía

Un viento criminal acuchilla las esquinas de la Gran Vía y asalta a los felices paseantes del sábado por la tarde, se ceba con los colistas que aguardan frente a las taquillas de los cines supervivientes y de los musicales emergentes y se estrella contra las figuras sedentes o prosternadas de los mendigos claudicantes. Aún faltan unos días para que las luminarias de diseño de la Navidad hipertrofiada desvelen los últimos rincones, aún hay claroscuros aunque los escaparates rutilantes presten de mala gana sus rayos a los tenderetes del mercado negro custodiados por esbeltos subsaharianos, un ojo en sus fungibles mercancías y el otro avizor para detectar la proximidad de los sabuesos municipales.

Un ingenioso mecanismo permite a los mercaderes plegar en un suspiro sus atiborradas mantas
Los viandantes se congelan del todo para asistir como espectadores y comparsas a este ballet de sombras

La voz de alarma, el agua, la da uno de los suyos que corre a grandes zancadas por la congestionada acera esquivando con ligereza a los transeúntes pasmados y profiriendo su gutural llamada. Por el paisaje semicongelado de la Gran Vía cruza un rayo, un movimiento electrizante que zigzaguea entre el aterido paisanaje. A pie y sobre dos ruedas, los guardias emprenden su ajetreada cacería dispuestos a terminar con los últimos y más débiles eslabones de la pirática cadena que vende de baratillo los desechos bastardos, zafias copias y burdas falsificaciones, de los iconos del consumo.

Un ingenioso y sencillo mecanismo permite a los mercaderes plegar en un suspiro sus atiborradas mantas. Con el hatillo en una mano y alas en los pies, los delincuentes abandonan momentáneamente el escenario de sus crímenes contra las leyes del mercado, agravados por la alevosía que supone ir a perpetrarlos bajo la luz de las grandes franquicias y de los comercios autorizados que venden con todas las garantías y licencias los productos auténticos, los cedés originales y los complementos legítimos.

Los viandantes se congelan del todo para asistir como espectadores y comparsas a este ballet de sombras, los fugitivos corren y brincan como antílopes perseguidos, saltan sobre las barandillas y sortean con grave riesgo de sus frágiles huesos los parachoques de los automóviles empantanados que avanzan a trompicones, rebaño pastoreado con frenéticos golpes de silbato por agentes de movilidad colaboradores en la gran redada que no promete hoy grandes capturas. Un policía motorizado y enrabietado trata de abrirse paso sobre la acera, pero desiste ante la compacta masa de peatones que se ha cerrado tras los pasos del senegalés errante y mira al guardián de la ley con malos ojos.

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Ponen la banda sonora en el improvisado evento extemporáneos villancicos y sincopados ritmos electrónicos que brotan de los pesebres del comercio. Entre las filas de los espectadores vespertinos se perciben destellos de solidaridad con el perseguido, el estribillo de la vieja canción de Georges Brassens, La mala reputación, la tentación de zancadillear al perseguidor que corre para atrapar al ladronzuelo... Qué quiere que le diga, señor guardia, ya sé que ustedes luchan con todas las de la ley y por mandato superior contra las mafias criminales de temibles filibusteros que vulneran los derechos de autores y productores artísticos y cañonean los beneficios comerciales de las grandes marcas que colonizan el mercado del lujo con sus rastreras falsificaciones. Le comprendo, señor guardia, y deseo que desmantelen de veras sus inicuos tinglados, que descabecen, simbólicamente, a sus cabecillas y les impongan severas sanciones, entre otros delitos por el de explotar de mala manera, en trabajos de riesgo y por escasa soldada a esta tribu de expoliados que se dispersan en las sombras y desaparecen en las esquinas acuchilladas por el gélido viento de noviembre.

La representación no ha durado más de 10 minutos, los colistas avanzan en sus colas para acceder a los espectáculos de pago, los paseantes se dejan tentar por los cálidos efluvios, las luces envolventes y las insidiosas melodías de los comercios y traspasan sus acogedores umbrales dispuestos a transformarse en clientes. La Navidad acecha en los umbrales, siete días faltan para que un techo de neones, un tejido de luces ensamblado por célebres diseñadores del textil, cubra la Gran Vía, desvele las últimas sombras, y haga de las noches, días, y de los días, fiestas, felices fiestas para los hombres de buena voluntad y buena disposición para el consumo.

Despejado el escenario sólo continúan en sus puestos los mendigos hieráticos como esfinges implorantes y los embozados repartidores de octavillas preñadas de irresistibles ofertas.

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