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El Rey integrador

La Constitución -la que no se nos cae de la boca, pero que suele olvidarse, salvo cuando se presenta la ocasión de, a su amparo, criticar algo, en lugar de, merced a ella, justificarlo- define al Rey, en su art. 56, como símbolo y le atribuye tareas de representación, moderación y arbitraje. Los juristas podemos discutir ampliamente el significado de tales expresiones, analizar su contenido, medir su alcance y, probablemente, habrá opiniones para todos los gustos. Pero, más allá y más acá, de las disquisiciones técnico-jurídicas, lo que caracteriza políticamente la función regia en cualquiera de las monarquías hoy existentes es su capacidad de integración. Función integradora de la Monarquía que se extiende en el tiempo, al ser símbolo de continuidad del Estado y en el espacio, a través de la pluralidad española e incluso hispánica. Las potestades que le atribuye la Constitución se explican y adquieren plenitud de sentido a la luz de esta tarea integradora que debe proyectarse tanto en el interior como en el exterior. Veamos lo uno y lo otro.

Muchas críticas a la Monarquía lo que ocultan es una crítica ya al Estado, ya a la identidad española

Aquí, en el seno del Estado y desde su cúspide -lo que se denomina la supremacía de posición de todo Jefe del Estado, especialmente de un Jefe del Estado parlamentario-, el Rey integra porque expresa lo permanente y general; lo que todos podemos estimar como propio, porque trasciende cualquier posición de partido, sin duda legítima, pero, por definición, particular e integra manteniendo una escrupulosa neutralidad política suprapartidista, condición indispensable de su auctoritas para moderar y, en su caso, arbitrar, no con el fin de que predomine una u otra opción política, sino para que se observen escrupulosamente las reglas del juego y, a través de ellas, se manifieste la voluntad y legitimidad democráticas.

Es claro que el Monarca vitalicio y hereditario está mejor colocado que cualquier magistrado electivo para ser absolutamente independiente y neutral y si se lanza una mirada sobre el panorama español eso resulta aún más evidente. Por ello, quienes, desde uno u otro lado del espectro político, sólo comprenden la política de partido, tal vez porque aspiran a hacer de su parte el todo o someter el todo a su parte, ven con desconfianza la Monarquía parlamentaria. Nuestro Rey ha dado sobradas pruebas de su neutralidad política y aún social en los conflictos inherentes al pluralismo de nuestra sociedad. Por eso, la Monarquía y el Monarca parlamentarios son criticados de manera, ya más torpe, ya más hábil, según el talante de los críticos, desde múltiples frentes, ajenos por cierto a la reivindicación democrática del republicanismo clásico. El frente de quienes añoran un Rey partisano a falta de un Caudillo, jefe del propio partido, cargo para el que, sin duda, no faltan candidatos. El frente de los nihilistas, conscientes o inconscientes, que querrían hacer tabla rasa de la autentica Res Publica, lo que es de todos, del pasado junto con el presente, de la continuidad y la identidad, cuyo símbolo y garantía más eficaz ven en la Monarquía y en su titular. El frente de quienes no comprenden que "el trono no es un sillón vacío" y que cualquier Jefe de Estado parlamentario, monárquico o republicano, tiene unas misiones que cumplir mas allá de "la inauguración de exposiciones florales", y que son las que justifican sobradamente la Institución. Por eso, muchas de las críticas que Monarca y Monarquía viene recibiendo lo que en realidad ocultan, si es que lo ocultan, es una crítica, ya al Estado, ya a la identidad española que lo subyace y legitima, ya al régimen democrático que impide el monopolio del poder por los monopolistas de vocación, ya a la continuidad de una historia que no se puede quebrar ni inventar y cuya dignidad ha de mantenerse en pie.

Y allí, en el extranjero, el Rey no solo representa al Estado, algo que, a tenor del derecho internacional vigente, es propio del supremo órgano estatal, sea monárquico o republicano, parlamentario o presidencialista, sino que ha de proyectar su función integradora porque expresa al cuerpo político del que el Estado tan solo es la epidermis: a España en su totalidad y en su continuidad. Lo uno porque trasciende, al asumirlo, cualquier particularismo; lo otro al unir, a través del tiempo, pasado y presente. Es así como lo ven nuestros más solventes interlocutores extranjeros y, muy especialmente, los hispanoamericanos, entre los que la popularidad del Rey no deja lugar a dudas.

En la reciente cumbre Iberoamericana, con un gesto regio, avalado por el refrendo tácito que supone la presencia del Gobierno responsable, y aderezado con un estilo personal que la experiencia demuestra cala hondo en la opinión, más en la pública que en la publicada, Don Juan Carlos ha puesto de manifiesto como la integración regia ni excluye a nadie ni se pliega ante nadie. Como dijo el Presidente del Gobierno, se puede estar en los antípodas ideológicos y aún antropológicos de otro, pero por ser parte del "Nosotros" que constituye el cuerpo político (¡hay de la democracia cuyo pueblo pierde la aguda conciencia de este plural colectivo e inclusivo!), el Rey de todos no puede aceptar su descalificación, máxime si ésta se hace públicamente, en un foro internacional y por un Jefe de Estado extranjero, cualquiera que éste sea. Por eso no cabe reconducir la valoración de la actitud del Rey al juicio que se tenga sobre la del presidente Chávez. Hubieran tenido el mismo valor si Chávez fuera, el mismo Simón Bolívar redivivo, aunque, lo mas seguro, es que éste no hubiera dado lugar a ellas.

El Rey, una vez más, sin sustituir al Gobierno que cumplía con su deber, pero dándole el apoyo expreso de quien simboliza al Estado todo y elevando así el diapasón de la política a la historia, se ha mostrado como el gran integrador al defender a cualquier español por el hecho de serlo, a la legitimidad de nuestro sistema político y a las opciones democráticas a que dicho sistema de lugar. Eso es lo que importa.

Y ahora hay que no echar leña al fuego so capa de defender al Rey ni erosionar la imagen del Rey so capa de defender una constitución democrática de la que ha mostrado, la ocasión llegada, ser el mejor exponente y defensor. Decus et tutamen según reza la antigua leyenda.

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