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Columna
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¿Finis Belgicae?

¿Es posible que desaparezca un Estado de Europa occidental? ¿Van a darle los belgas esa satisfacción a los irredentismos peninsulares y en particular al catalán, que siempre ha tenido a Bélgica entre los santos patrones para el dibujo de un nuevo mapa europeo? No es imposible.

Bélgica, nombre que proviene de una etnia bárbara de antes de los romanos, que para no ser menos que Viriato, Vercingetorix o Arminius, es leyenda que opuso valerosa resistencia al gran imperio civilizador del Mediterráneo, es una creación del concierto de naciones del siglo XIX. Se atribuye al liberal británico, Palmerston, el invento de un Estado tampón, que negara el control de las bocas del Escalda tanto a la dinastía calvinista de Ámsterdam, como a la Francia católica de Luis Felipe, el Borbón-Orleans que en 1830, el año del alzamiento belga, llegó al trono tras una prudente revolución contra el clerical-absolutismo de Carlos X. Lo que hoy es Holanda había obtenido los Países Bajos del Sur -Bélgica- tras la victoria aliada en las guerras napoleónicas, pero el hacedor de reyes británico no podía consentir que semejante extensión de fachada marítima estuviera en una sola mano frente a sus costas.

Lo único que pertenece hoy a todos los belgas es Bruselas, la Seguridad Social y el rey Alberto II

Holanda libró algún forcejeo fronterizo, pero Bélgica pudo datar de ese año su independencia, aunque Ámsterdam sólo la reconociera en 1838. El país, que nacía monárquico y con vocación de neutralidad, ha servido a los historiadores como modelo de la fase maquinista de la revolución industrial en el XIX. Las materias primas con que se había forjado aquella presunta nacionalidad, dividida a partes demográficamente iguales entre francófonos y neerlandófonos -valones y flamencos- eran el carbón, el acero, y el catolicismo. Con los dos primeros se puso en marcha uno de los grandes polos del desarrollo económico europeo, y con el tercero se daba un amago de explicación teleológica a la independencia: los Países Bajos del Sur, que no se habían rebelado contra España en el siglo XVI, y mantenido la fe católica en oposición a la Iglesia Reformada de Holanda, supuestamente reclamaban un destino político propio, aunque la parte más activamente católica de Bélgica fuera el campesinado flamenco, cuya lengua sólo es una mínima variante del neerlandés. Y con la sustitución del carbón como fuel, la ventajosa competencia que le hacían a la siderurgia otros materiales, y la descristianización de Europa, las razones para que siguiera existiendo Bélgica se debilitaban gravemente en el siglo XX.

Hasta los años cincuenta del siglo pasado, Bélgica era un país con dos lenguas de las que sólo el francés contaba en el exterior. En los sesenta se sucedieron desmayados intentos por establecer un bilingüismo real, pero mientras el francés se hablaba incluso muy decentemente en Flandes, los valones sólo sabían cuatro reniegos en flamenco. Con la depauperación de combustible y producto industrial que hacían la riqueza de la Wallonie, y la laicización del hiper-católico Flandes, el equilibrio de fuerzas se fue modificando en favor de un campesinado que rápidamente dejaba de serlo y se apuntaba a la revolución técnico-científica.

Bélgica ya es un Estado dividido en dos comunidades cuasi independientes. Hasta hace unos años el ejército, con el francés como lengua operativa, aún estaba integrado, pero hoy solamente la Seguridad Social, Bruselas, y la monarquía que encarna Alberto II, son de todos. Bélgica ya tiene la separación de cuerpos y bienes; sólo le falta un papel, tanto que los diarios francófonos raramente informan de la otra parte, y viceversa; el flamenco se niega, aunque lo sepa, a hablar francés; y el valón sigue sin conocer más que su lengua que comparte con el vecino galo, que además no le toma demasiado en serio. Todo lo contrario que la Cataluña independentista, que, posiblemente, quiere la independencia política, pero no la ruptura de sus lazos económicos y sociales con el resto de España.

Bruselas, enclavada en Flandes, oficialmente bilingüe, pero abrumadoramente francófona, y capital también de la UE, es el mayor obstáculo para que el divorcio de almas se consume. Los flamencos no conciben la independencia sin la Grande Place para celebrarla, y Europa no quiere entregar en propiedad a ninguna de las dos comunidades su gran sede; mientras tanto Bélgica, a vueltas con su doble faz irreconciliable, por un lado, la de la venganza (flamenca) sobre un antiguo e insostenible desprecio (valón) por el otro, lleva casi seis meses sin que se pueda formar Gobierno. Quizá Carod contaba con la independencia de Bélgica para su referéndum de 2014.

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