Retrato a la luz del Eixample
Echo de menos la figura urbana de un hombre con sombrero inglés. Le conocí cuando yo era muy joven, en una revista en catalán que sigue lenta y segura cada mes. Él se nos fue hace un año. El retrato que intento aquí será incompleto en parte porque la lengua en la que lo escribo no es la que hablábamos. Pero, ¿no es un retrato incompleto siempre? Es su característica. Lo incompleto permite realzar, los pintores lo saben y de ello gozaba mi viejo amigo con sombrero. Su esposa, la pintora Núria Picas, encontró en él un modelo continuado porque el retrato nunca termina, la luz siempre cambia.
Y de luz está hecha la obra de él, de la luz del Eixample a menudo, una luz que permite creer en la ordenación de lo urbano, la cuadrícula que enlaza el sentido y la incógnita. Por estas calles que Jordi Sarsanedas transitaba con su sombrero invernal todavía es posible perderse a pesar de ser tan ordenadas, sin saber a veces si vas hacia el mar o hacia la montaña, hacia un río o hacia el otro; en cualquier caso debes pensar en ello y pensarlo te hace sentir la fuerza de la ciudad.
Una foto bastante reciente le muestra en La Rambla, dentro de una celda, serio y decidido, encarado a la cámara, a todos nosotros, como un interrogante abierto sobre cuestiones de larga solución. Era durante una manifestación de escritores para recordar a la opinión pública que son muchos los escritores que están en prisión. Junto a su imagen por las calles de la derecha del Eixample, donde vivía y que recorría hasta el Ateneu Barcelonès, esta otra imagen de Jordi Sarsanedas encarcelado para protestar; están entre las que prefiero de él y su sombrero. Pueden verse unas cuantas más en la exposición que se le dedica en el Palau Robert, al final del jardín, este bello rincón de la ciudad recuperado. Son dos imágenes de un hombre bueno, de lo que me parece que todavía significa ser civilizado.
Fue un niño del exilio. Hizo teatro, se mezcló con pintores, escribió poesía, relatos y novelas, colaboró con escultores y joyeros. Fue lector de español y de catalán en Glasgow y en Italia, profesor de francés en Barcelona, director durante años de Serra d'Or y director o presidente luego de entidades culturales. Estas últimas actividades parecían haberle enmudecido. Pero cuando dejó la presidencia del Ateneu, sus últimos años de poesía y relatos llegaron a las editoriales, dinámicos, espléndidos. No había estado mudo precisamente.
Era también un hombre muy divertido. Pero eso sólo lo saben unos cuantos, sus íntimos y algunos vecinos de escalera, y algunos de sus alumnos. En general, Jordi Sarsanedas, como el buen actor que fue, presentaba un aspecto circunspecto y modesto, adecuado a los cargos para los que fue solicitado durante años. Su aparente modestia, su ser civilizado, era en realidad una manera muy seria de preservar sus dones. A veces parecía un hombre vencido, pero escribió hasta el final, no se dejó vencer. Si los jóvenes criticábamos el estado de las cosas -me llamaba "la terrible", pero de eso hace un montón de años- solía recomendar: Ens hem d'estimar més. Hay que quererse más, y se refería a valorar más lo que cada uno hace, a mantener la dignidad de lo que hace. Una invitación al gozo. Se lo volví a oír hace tres años.
Su fabulosa manera de hablar, su prosodia, la palabra exacta, la frase impecable, su música.
Hoy, lunes, en la sala pequeña del TNC, bajo la dirección de Oriol Broggi y las voces de Carme Sansa, Pilar Pla, Òscar Intente y Pere Ventura, se oirán sus palabras. Y este miércoles, en la librería Catalònia, sus poemas.
Sarsanedas forever.
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