La montaña y la ciudad blanca
Barcelona era ayer otra de las ciudades blancas de Joseph Roth (editorial Minúscula). El brillo del aire y el reflejo de la luz en las fachadas invitaba a contemplarla desde lo alto. Por algo más de siete euros el billete de ida y vuelta, el nuevo teleférico de Montjuïc, que asciende desde las piscinas Picornell hasta el castillo, proporciona una extraña sensación de purificación, como de quien va dejando en el llano las escamas urbanas muertas para reencontrarse con una idea pura de ciudad. Un viaje místico, en definitiva, como lo son todas las ascensiones al cielo.
Las estaciones del teleférico combinan la transparencia del vidrio con listones de madera de intemperie y cubiertas negras que imitan la pizarra, en un encaje de paralelepípedos inspirados en Mies van der Rohe. Las cabinas, de una sobriedad zen, permiten extender la mirada en un ángulo de 360 grados y filosafar sobre la vieja cuestión de los límites metropolitanos. Desde el mar de Montgat, la montaña traza un elegante arco hasta Collserola, cortado en medio por el paso franco entre las dos comarcas del Vallès. Por detrás, las cimas del Montseny vigilan el llano desde una distancia altiva, algo arrogante. Al sur, se divisa el Garraf, granítico y ensimismado. En medio, el puntillismo de la trama urbana, una caligrafía aleatoria y desconcertante sobre la piel blanca de la ciudad. Una ciudad que aún no ha accedido a este castillo triste, por cuyos muros de defensa trepan enredaderas encendidas. A saber qué le depara la memoria histórica a esta instalación concebida para la guerra.
Más abajo, el que fuera antiguo parque de atracciones, en dura competencia con el Tibidabo, sigue en unas obras perpetuas. El teleférico, de bajada, permite descender en el Mirador del Alcalde, donde señorea entre desmontes la sardana de piedra, vieja estampa de la ciudad porciolista. A esta montaña los barceloneses siempre hemos acudido para mirar la ciudad y sus límites, nunca la propia montaña, que sigue instalada en la incertidumbre sobre qué quiere ser cuando se haga mayor. El noucentisme esbozó un plan muy ambicioso para toda ella, pero a la hora de ejecutarlo se quedó en la falda, sin ánimos para emprender la subida. Y así quedó, en una tierra de nadie entre cultura y ocio, con la ciudad blanca e indiferente extendiéndose a sus pies.
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