La hora de la cohesión social
De acuerdo con mis encuestas particulares, llego a la conclusión de que los chóferes de taxi y las amas de casa son contrarios en su gran mayoría a la Cumbre Iberoamericana que se reúne estos días en Chile. Encuentran que los jefes de Estado hablan en exceso, sin que los resultados prácticos de tanta oratoria se divisen por ningún lado, y que la reunión cuesta demasiado dinero del contribuyente. Aunque no estoy de acuerdo, me parece que conviene hacerse cargo con la mayor seriedad de estas críticas. La exhibición de automóviles y motocicletas, de sistemas de seguridad, de ceremonias y banquetes, siempre es molesta para el ciudadano de a pie. Sobre todo cuando se corta el tráfico por todos lados, y en épocas de crisis de la locomoción pública. Y hay que agregar un detalle no menor, que es el reflejo de un temperamento, de un espíritu colectivo, de una historia: la sobriedad chilena es clásica, y tiene su lado mezquino, pichiruche, para emplear un chilenismo de origen araucano, pero también un lado virtuoso, interesante. Somos, como entidad social, socarrones, burlones, criticones. De manera que no conviene pasarse. Si Hugo Chávez se manda un discurso de cuatro horas, peor para él: que no diga más tarde que no se lo advirtieron.
Esta Cumbre Iberoamericana trata de la disyuntiva entre reforma o revolución
La orientación chilena actual surge de una experiencia histórica dolorosa
En esta Cumbre se plantea una disyuntiva fundamental, pero probablemente será morigerada, maquillada, envuelta por los oradores principales entre paños tibios. Cosas de la diplomacia, digamos, pero habría que preguntarse si son estilos propios de una diplomacia moderna, o posmoderna, adecuada a este siglo XXI. Es la disyuntiva entre revolución y reforma, entre el progreso gradual e ilustrado y aquello que ya se define por ahí como el "atajo", es decir, el avance rápido, el avanzar sin transar del que se hablaba en Chile en los años del allendismo. Nosotros, aquí en Chile, después de embarcarnos con poca claridad, con graves divisiones internas, con vacilaciones de todo orden, en el camino revolucionario, y después de pagar nuestras culpas políticas con sangre y con lágrimas, hemos escogido el camino del reformismo. Lo hemos hecho con escasas dudas y con una traducción política evidente: la Concertación, alianza entre el centro demócrata cristiano y una izquierda donde predomina, por fin, y espero que por mucho tiempo, el pensamiento socialdemócrata. Hay díscolos en un extremo y en el otro, en el interior de la Concentración y fuera de ella, pero no podría ser de otro modo. Y los resultados de la experiencia, en términos de país, aunque no sean perfectos, son bastante aceptables. De manera que sigo votando por la Concertación, a pesar de los pesares, y creo, con reservas, con la sorna chilena que corresponde, que el sistema de cumbres iberoamericanas, con todos sus excesos, responde a la vez a una necesidad.
Me pregunto, en el caso actual, si una polémica más abierta, con toda la cortesía que corresponde, pero sin disimulo, no sería saludable y hasta necesaria. Porque la diferencia entre Chile y Venezuela, por ejemplo, o entre Chile y Cuba, es evidente, y representa una disyuntiva de fondo. Al Chile de la Concertación le ha ido razonablemente bien. El país, ahora, goza de más
prestigio en el mundo exterior que entre los socarrones y criticones chilenos. Y a qué se podría apostar en la cumbre de ahora: a que Hugo Chávez, sentado con la mayor comodidad en sus colchones de petrodólares, saque las garras en cualquier momento, y a que nosotros sigamos llenos de sonrisas protocolares, poniendo vaselina por todos lados. ¿Corresponde una reacción así al momento actual? ¿Convence a los taxistas y a las dueñas de casa, pero no sólo a ellos: a los estudiantes, a los obreros, a la gente que trata de pensar un poco?
La orientación chilena actual es el resultado de una experiencia histórica larga y dolorosa. No es un producto de la casualidad, o del capricho, o de la influencia del imperialismo norteamericano. Tenemos que hablar en serio, no en jerigonza. Y tenemos que estar preparados para responder a la jerigonza. No está demás, en este aspecto, que recordemos a nuestros clásicos. Vicente Huidobro, el poeta de Altazor, fustigaba en sus años maduros a los "esclavos de la consigna". Neruda, su rival eterno, conoció esa esclavitud y se liberó de ella con trabajoso esfuerzo. Hay que leer los textos con atención, por encima de las líneas y entre las líneas. Ahora, desde las trincheras del nuevo populismo de América Latina, nos tiran a la cabeza verdaderos chaparrones de consignas. Y existe una primera línea defensiva que no deberíamos olvidar nunca. El canciller colombiano acaba de usarla con lucidez en una entrevista de prensa. Nuestros gobiernos, ha dicho, representan la voluntad de nuestros pueblos. Está muy bien. Tendríamos que comenzar por ahí. Reformar una constitución política para conseguir la reelección indefinida, la perpetuación en el poder con apariencias legales, no es el camino correcto. No es algo que nos convenza y que podamos tragar fácilmente.
El Gobierno chileno ha colocado en la agenda el tema de la cohesión social. Es decir, según el Gobierno, es posible alcanzar cierto grado de cohesión de la sociedad por el camino del progreso, del desarrollo de la economía, de una política que no olvida los grandes objetivos sociales. Aunque se diga con facilidad, no es poco. Es, precisamente, un enorme desafío a las consignas habituales. En épocas recientes, el dogma de la lucha de clases, de la guerra interna, no admitía réplica. La idea de llegar a un estado de relativa cohesión social dentro de una sociedad burguesa, de economía liberal, de mercado, era la peor de las blasfemias ideológicas. No había más sociedad cohesionada que la sociedad sin clases, y a ella se llegaba a través de la lucha, de la revolución y de la dictadura del proletariado. Son términos que ahora suenan como anacronismos, como fósiles ideológicos, pero que no sonaban así hace tres o cuatro décadas, es decir, en términos históricos, hace nada. Y ocurre que esos términos, que aquí, en el Chile de hoy, dejaron de tener sentido, han resucitado con fuerza inusitada, en virtud de experiencias históricas muy diferentes, en otras latitudes: en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia. Con el ejemplo cubano colocado siempre en alguna parte, en algún altar lejano, en alguna "animita" de la orilla del camino.
El secreto de la fuerza de un Chávez, de un Correa, de un Evo Morales, tiene su origen, sin duda, en un pasado, en un proceso. Las promesas de los políticos tradicionales se repitieron durante demasiadas campañas y demasiados gobiernos. El mundo popular sólo vio que los profesionales de la política se enriquecían y que ellos seguían más pobres, más necesitados que antes. Yo me puedo irritar, me puedo escandalizar y rasgar las vestiduras, pero si no soy capaz de entender, estoy perdido. Ahora bien, como chileno viejo, entiendo, comprendo la impaciencia de los electores venezolanos, ecuatorianos, bolivianos, pero estoy seguro de que mi país representa una alternativa mejor. Eso sí, es una alternativa llena de preguntas, de interrogantes, de dificultades.
Según se dice, a lo largo de la reunión de estos días, Chile pondrá en evidencia su afinidad con los modelos de transición y desarrollo económico de España y Portugal. Está muy bien, pero no olvidemos que los niveles nuestros, en la economía, en el desarrollo social, en la cultura, están a años luz, todavía, de los niveles españoles y europeos. Y me permito, a este propósito, hacerle una sugerencia al Gobierno nuestro: ya que nos sentimos tan emparentados con la transición española, ¿por qué no imitamos, en nuestra modesta medida, el esfuerzo extraordinario que ha realizado la España moderna en el ámbito de la cultura? Por ejemplo, me ha tocado conocer por dentro el desarrollo impresionante de la edición, de las bibliotecas, del mundo del libro y de la lectura, que ha cambiado por completo la atmósfera intelectual española, que ha llevado la democracia moderna a la conciencia de las grandes mayorías. En estos días, durante las celebraciones de uno de los aniversarios de José Ortega y Gasset, el concepto de "España invertebrada" ya está muy lejos de tener la vigencia de antes. Y un país invertebrado es un país sin cohesión y sin integración en la cultura de su tiempo, ¿no les parece a ustedes? ¿No será, entonces, que el Chile de estos días, con su relativo desarrollo, es, sin embargo, un país invertebrado, inculto, incapaz, por eso mismo, de levantar y defender un modelo convincente a niveles regionales? Repartimos, claro está, a todos o a casi todos, un simpático maletín literario. Eso no lo discuto.
Jorge Edwards es escritor chileno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.