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La bendición de Matusalén

Antón Costas

Recuerdo que no hace mucho, un conocido promotor inmobiliario y hotelero barcelonés llegó visiblemente irritado a una reunión que teníamos en el Ayuntamiento de Barcelona. Al parecer, acababa de escuchar en la radio de su coche cómo un periodista se refería al protagonista de una noticia como "un anciano de 63 años". Mi amigo supera esa edad y, en modo alguno, se ve como un anciano.

La anécdota ilustra una contradicción cada vez más evidente: utilizamos un lenguaje obsoleto y caduco -como el de ancianos o viejos- para describir esa realidad social nueva que son las personas mayores de 60 o 65 años, que se encuentran plenamente capaces para seguir desempeñando sus funciones profesionales y que no están aquejados de ningún tipo de limitación o dependencia que exija cuidados de terceros.

El aumento de la esperanza de vida representa un reto para la organización del trabajo y de la vida familiar y social

Quizá sea este viejo lenguaje una de las causas de los miedos, temores y malos presagios que provoca el aumento de la esperanza de vida de la población, algo que en sí mismo es uno de los grandes logros de la humanidad.

Hay que inventar un nuevo lenguaje para describir de forma adecuada esta nueva realidad. Los términos viejo o anciano tienen una carga valorativa que no se adecua a la sociedad actual. Responden a la sociedad agraria y manufacturera que hemos dejado atrás, cuando la esperanza de vida coincidía prácticamente con la vida laboral.

Las cosas han cambiado de forma espectacular. Los datos dados a conocer la semana pasada por el Instituto Nacional de Estadística (INE) son ilustrativos. La esperanza de vida media para una persona nacida en el 2005, en plena economía de los servicios y del conocimiento, es de 80,23 años (83,48 años si es niña y 77 años si es niño). Ese mismo dato para el año 1961, cuando la base material de nuestra vida era la industria manufacturera, era de 69 años; y, si vamos al inicio del siglo pasado, al año 1901, cuando nuestra economía era básicamente agraria, la esperanza de vida media era de 34,76 años.

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Los datos del INE permiten a los expertos en población hacer predicciones sobre el futuro inmediato. Una de ellas es que los octogenarios y los centenarios se multiplicarán. Los matusalenes dejarán de ser una rara avis en nuestras sociedades.

Vamos hacia una sociedad de mayores. Según los datos que acaba de publicar también el profesor Julio Alcalde (Evolución de la población española en el siglo XX, por provincias y comunidades autónomas, Fundación BBVA, 2007), a principios de siglo pasado, en el año 1900, las personas mayores de 65 años representaban el 5,21 de la población española, y los niños de hasta 15 años, el 36,28%. En el año 2000 los mayores de 65 años representaban ya el 17,01%, mientras que los menores de 15 años habían caído hasta 15,57%.

Ese año, y por primera vez en la historia conocida de la población española, el número de personas mayores de 65 ha sobrepasado el de menores de 15 años. Y previsiblemente nunca más volverán a invertirse. Lo mismo se puede decir de la mayor parte de países desarrollados. Vamos hacia una sociedad sin edades, en la que convivirán en activo tres generaciones: los jóvenes, los adultos y los mayores. O, si prefieren, los abuelos, los hijos y los nietos. Hasta aquí los datos.

Si pasamos a las consecuencias, lo primero que salta a la vista es el temor que provoca esta nueva realidad. Sólo hace falta leer los análisis que la mayor parte de los periódicos publicaron la semana pasada al conocerse los datos del INE: "más gastos", "más plazas geriátricas", "amenazas" de quiebra para el sistema de pensiones y el gasto sanitario, etcétera. La conclusión es alarmista. Como una maldición de Matusalén.

¿Son correctos estos análisis? A mi juicio, no. Por varios motivos.

En primer lugar, el panorama del envejecimiento ha comenzado a cambiar como consecuencia de la llegada a la jubilación de las llamadas generaciones del baby boom, generaciones numerosas nacidas en la posguerra, con un nivel educativo muy superior a las generaciones anteriores y en buenas condiciones de salud. La jubilación de esas generaciones romperá los patrones y percepciones hoy existentes sobre la vejez.

En segundo lugar, hay que separar los problemas del aumento del gasto sanitario de la cuestión de la longevidad. El aumento del gasto sanitario se hubiese producido en cualquier caso, porque su motor está en los avances de la medicina, no en la esperanza de vida de la población.

En tercer lugar, los miedos a la falta de ahorro por aumento de la proporción de las personas mayores y a la consiguiente quiebra de la seguridad social son exagerados. Al contrario, si, como apuntan algunos estudios y evidencias recientes, la riqueza que dejan las personas al fallecer es superior a la que tenían al jubilarse, y la tasa de ahorro voluntario de los jubilados respecto de sus pensiones y rentas es mayor que la de los ocupados, podríamos entonces encontrarnos con algo paradójico: una sociedad de mayores puede que tenga más problemas de falta de consumo que de falta de ahorro.

Si a eso sumamos que, de forma natural -con algún incentivo público-, la vida laboral se irá alargando a medida que aumenta la esperanza de vida, y que la productividad de los ocupados aumentará con el tiempo, no hay fundamentos serios para tanto alarmismo ante un hecho en sí jubiloso.

Cada persona mayor no es una carga para la sociedad. Al contrario, como sucede con los recién nacidos, cada persona que se jubila trae un pan debajo del brazo. La bendición de Matusalén. Pero es indudable que el aumento de la esperanza de vida y el aumento de los mayores en la población total representa todo un reto para las formas de organización actuales del trabajo y de la vida familiar y social. Ésta es la nueva página de la historia que está por escribir.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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