Estética pero espesa
Las primeras noticias que tuve de esta película al ser presentada en la muy solemne sección oficial de la Mostra veneciana eran mosqueantes. Dando fe de que las películas más grandes de la historia del cine poseen casi siempre títulos pequeños y contundentes (Casablanca, Amanecer, El apartamento, El buscavidas, El Padrino), me asustaba un enunciado tan abusivamente explicativo y solemne como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. También puedes presagiar seriedad forzada cuando templos tan ancestralmente alérgicos al western y a la comedia como son los festivales conceden el honor a una película del Oeste de incluirla en su sesuda selección. Tanta trascendencia asusta. Intuyes que forzosamente ese western hablará con lenguaje artístico de cuestiones relacionadas con el ser y la nada, que su factura y su fondo están obligados a llevar marcado en la frente el fatigoso distintivo de cine importante.
EL ASESINATO DE JESSE JAMES
Dirección: Andrew Dominik.
Intérpretes: Brad Pitt, Casey Affleck, Sam Shepard.
Género: drama. Estados Unidos, 2007. Duración: 160 minutos.
Brad Pitt se esfuerza en que le nominen al Oscar. Demasiado evidente
Las previsiones se cumplen. El director Andrew Dominik, al que ampara en la producción el estrellato de Brad Pitt, obsesionado por pillar guiones prestigiosos que otorguen verdadero arte a su triunfadora carrera, realiza un western que chorrea psicologismo, que intenta todo el rato ser deslumbrantemente estético, convenientemente desmitificador, con permanente exhibición de estilo, con una narrativa que intenta combinar el realismo de lujo y los afanes líricos. Igualmente, el creador ha necesitado el abrumador metraje de 160 minutos para que no se le quede nada en el tintero, para que su pretenciosa obra llegue a puerto tal como fue concebida. Parece que nadie con autoridad ha podido convencerle de las virtudes de la síntesis, la necesidad de la elipsis y los milagros que puede lograr el montaje en las obras vocacional y excesivamente ambiciosas. Es una película con cierto poder de fascinación, pero que también me hace consultar en la oscuridad más de una vez el reloj, síntoma inequívoco de que el tiempo no vuela, de que estás deseando que no se prolongue hasta el infinito el ya conocido, aunque ansiado, desenlace.
Andrew Dominik debe de considerar muy frívola aquella compleja certidumbre fordiana de que prevalezca la leyenda sobre la realidad. Borges ya se encargó por escrito de demoler, en su Historia universal de la infamia, el mito del buen ladrón que acompañaba enaltecedoramente a Billy el Niño. De Jesse James no contó nada, pero si lo hubiera hecho también saldría malparado. Pero en el cine y en la imaginación popular el forajido confederado Jesse James gozó de aureola intocable durante mucho tiempo, de encarnar el terror para los poderosos y la solidaridad y el heroísmo para los desposeídos.
Walter Hill no sembró dudas sobre la ejemplaridad de los idolatrados hermanos James en la turbia y excelente Forajidos de leyenda. Andrew Dominik no se permite el dilema de la duda. Entra directamente con el bisturí en la aborrecible personalidad de aquel jinete en la tormenta que suponíamos épico y transgresor, encarnación de las causas perdidas. También sabíamos que se lo cargó por la espalda uno de los suyos, violando el sagrado reposo del guerrero, un villano con hambre de dólares, fama y trascendencia histórica.
Dominik retrata el reverso tenebroso del mito y las tortuosas razones de su matador. Consigue que sintamos aversión hacia Jesse James, carne de psicoanálisis y de frenopático, cruel y paranoico, jugador ventajista y macabro, atormentado y venenoso, aspirante a pequeño burgués, buen marido y padre, desleal a casi todo, profesional de la simulación, sin ninguno de los atributos líricos que caracterizan a los fronterizos. Consecuentemente, acabo desinteresándome de su convulsa existencia y de su negro futuro.
Tampoco el traidor Robert Ford te incita a compartir sus angustias y su patetismo, su mitomanía y su frustración, su necesidad de matar a Dios para perpetuarse, su grotesca supervivencia interpretando en teatros el asesinato que cometió, pero al lado de su infame víctima hasta nos resulta dolorosa y comprensiblemente humano.
Brad Pitt, actor notable cuando no tiene que andar excesivamente pendiente de la taquilla y de su millonaria e irresistible imagen, como demostró en Seven y en Babel, aquí se esfuerza en que le odiemos, en reírse como un zumbado, en silencios intensos, en interiorización a lo Actors Studio, en que le nominen al codiciado Oscar, en que la cultura le tome definitivamente en serio. Demasiado evidente. Prefiero al inquietante Casey Affleck. Y la ambientación es primorosa, tiene atmósfera, el tono hipnotiza a ratos, pero que se acabe de una vez.
Babelia
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