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Columna
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El síndrome Calatrava

Es muy posible que los habitantes de Bilbao huyeran despavoridos si de pronto su ciudad se viera inundada de las placas de titanio que cubren la fachada de su más emblemático museo, porque lo que está bien está bien y lo que no, sobrepasa todas las medidas. Tener en el saloncito de casa una copia de tercera mano de un Andy Warhol dudoso puede mitigar una tediosa velada entre los comensales de la cena del viernes, pero abusar de esa clase de iconos puede llevar a una desesperación rayana en la locura irreversible que termina en ingestas masivas de valium o en el asesinato de la señora de la casa.

Aquí, por lo que puede saberse, que es más de lo que se dice y menos de lo que se sabe, la señora de la casa es Rita Barberá, fielmente acompañada de un Francisco Camps cada vez más encantado de haberse conocido. Dos personajes de fotonovela de los noventa que se han ido alzando con el santo y la limosna hasta ocupar muy graves y distinguidas responsabilidades políticas, con el apoyo de un arzobispo que ya es cardenal por su meritoria escenografía de cuando la visita del pobre Ratzinger a nuestra ciudad. Una visita a lo grande, como corresponde a una ciudad que quiere ser grande entre las grandes y dedica todos sus esfuerzos a construir algo así como enormes escenografías duraderas y algo ajenas a la austeridad estética y a la calidad en su construcción.

Desde las vías del tren de cercanías, en el tramo comprendido entre la Font de Sant Lluís y El Cabanyal, la vista resulta incomparable para el viajero en movimiento. Toneladas de cemento para levantar un conjunto de grotescos edificios que vienen a resultar lo más parecido a una maqueta adolescente confeccionada a partir de tebeos dudosamente futuristas. Un Calatrava o dos puerta con puerta ya es lo bastante pintoresco para resultar llamativo, resultón incluso, pero cuarenta moles vestidas de blanco rebosando organicismo de manual por todos sus poros es algo que puede lastimar para siempre la mirada de cualquiera, sobre todo cuando coexisten con montañas de contenedores en el reposo perpetuo de vertederos ilegales.

Visto el conjunto Calatrava desde ese lugar, donde la ciudad pierde su nombre y quedan restos de antiguas sendas de acequias frecuentadas por prostitutas, el viajero se pregunta si las autoridades han pegado dos ciudades distintas para ilustración contrastada de los visitantes ocasionales o si alguien ha perdido la razón en la prosa de una arquitectura de pretensiones grandiosas que se queda en discurso de la nada al tiempo que supone una agresión notable al entorno que con tanta resignación la acoge. Lo cierto es que parece una miniciudad de pesadilla plantada como falla gigantesca en medio de un paisaje taciturno y como abandonado, que no tiene otro remedio que la huida ante el temible resplandor de las construcciones que lo cercan.

Cuando el tren sale del túnel de El Cabanyal, el viajero despeja la vista con algunas extensiones de huerta, ermitas, algún que otro campanario de un pueblo tal vez armonioso todavía, los intervalos de unas playas siempre interrumpidas. Pero le espera el regreso, y por la noche quizás es más temible la visión del monstruo encendido, ese derroche de ingenio y gracia tanto más abrumador cuanto más iluminados sus tentáculos.

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