La olla
Algunos ciudadanos son ollas a presión. Es mejor no cruzarse con ellos. Se les puede ir la olla por cualquier nimiedad, por cualquier tontería que luego no recuerdan, porque cuando a uno se la va la olla luego ya no se acuerda de nada, se convierte en amnésico total. Cuando la olla se va, no hay forma humana de volverla a tapar. El odio y la violencia se desbordan. Por eso lo mejor y más prudente es no tener contacto con las ollas que tienden a irse. Huir de ellas como de la peste. ¿Pero cómo saber si en la cabeza de nuestro compañero de tren o de tranvía bulle una olla a presión?
Tal vez a nuestro compañero de tren o de tranvía le ha dejado su novia; tal vez ha suspendido algún examen o quizás sufre un descontento íntimo que lo acompleja. A lo peor el equipo de fútbol al que ama ha perdido el partido del domingo contra el equipo al que odia. Y se encuentra contigo en esa encrucijada y se le va la olla. Sólo hace falta eso, nada más: que te encuentres con él en un vagón de tren o de tranvía y que repare en ti, cosa que hará si eres más pequeño y más débil que él. Entonces estás listo. Entonces estás lista. Sal si puedes y si no quédate, conviértete en el hombre o la mujer invisible, hazte un ovillo, cierra los ojos y recibe estopa hasta que el agresor y su olla se bajen del vagón.
Un joven antropoide con la olla desbordada puede ser realmente peligroso
El agresor racista (ya famoso) de los Ferrocarriles de la Generalitat dice que se le fue la olla, "pero mucho". Lo suyo, lo dicen los expertos, no es un delito de mucha entidad jurídica. Ni siquiera es delito. No es delito patear a una persona, ni aunque se trate de un menor de edad. El juez de Menores de Granada, Emilio Calatayud, considera que esta agresión, "con el Código Penal en la mano, difícilmente podría considerarse delito". La respuesta judicial a este abuso, por lo tanto, se ajusta a derecho.
Con el Código Penal en la mano no hay nada que decir. Pero la mayoría de los ciudadanos hablamos sin el Código Penal en la mano. Con las imágenes filmadas por la cámara de seguridad de los Ferrocarriles de la Generalitat todavía frescas en la retina, la aplicación aséptica de un código imperfecto (y, sobre todo, manifiestamente mejorable) sabe a poco y sabe mal.
Puede que a todos se nos haya ido la olla en este asunto. Dar la palabra al joven antropoide que agredió a la menor y organizar debates sobre la xenofobia no parecen maneras cabales de abordar un suceso que, si no es por la cámara indiscreta del tren, no habría trascendido. También, por cierto, fue una cámara de seguridad la que mostró cómo varios chavales prendían fuego a una mendiga dentro de un cajero. La violencia no es nueva y la maldad tampoco. Y nada, de momento, parece capaz de vacunarnos contra la mala entraña. Tampoco la cultura. "La cultura", decía el novelista Jonathan Littell en el último Babelia, "no nos protege de nada. La prueba es el nazismo". Francamente, no creo que el antropoide que agredió a la menor ecuatoriana sería mejor persona por leer la novela con la que Jonathan Littell ganó el premio Goncourt. Debo ser pesimista antropológico. Pero los optimistas antropológicos a veces hacen leyes que no tienen en cuenta las ollas a presión que toman trenes y nos pueden patear impunemente. En todo caso, gracias a este suceso hemos sabido, con certeza apodíctica, que patear al prójimo es una falta leve siempre que no le rompas la cabeza.
Desde hace varias décadas, a la chavalería patriótica en Euskadi, de vez en cuando, también se le va la olla y quema un autobús lleno de pasajeros o convierte en antorcha a un policía. Un joven antropoide con la olla desbordada puede ser realmente peligroso. No diré que vivimos rodeados de ollas a presión. Pero estoy convencido de que si nos topamos con alguna de ellas será mejor y más recomendable tener un guardaespaldas que un Código Penal.
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