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Columna
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¿Quién está al mando?

Josep Ramoneda

En los últimos días han proliferado las encuestas de opinión sobre Cataluña, porque de pronto los medios se han dado cuenta de que las próximas elecciones se podrían decidir aquí. En general, los datos han sido poco clarificadores porque estamos ante un electorado tan gastado, tan escéptico respecto a la política, que ha encontrado en la desconfianza y en la resignación la manera más cómoda de moverse en la maraña del caos, ayer energético, hoy ferroviario.

Porque el dato más significativo de los muchos que se han publicado es este 44% de ciudadanos que, según el CEO, no confía en ningún partido para resolver los desastres infraestructurales de Cataluña. Si a ellos sumamos los del no sabe/no contesta, nos vamos por encima del 60%. Sin duda habrá algún analista orgánico que se habrá fijado en el 12% que dice que confía en el PSC y en el 8% que confía en CiU, para decir que de todos modos el PSC es el partido que tiene más credibilidad. Todo el mundo es libre de querer vivir engañado. ¿Qué es lo que refleja este dato? Muchas cosas pero, a mi entender, una de principal: la sensación de que nadie está al mando. Que es lo peor que le puede pasar a un gobernante.

Muy a menudo los políticos son los principales aliados de su propio desprestigio

Es obligación del que gobierna la eficacia en la gestión. Pero por encima de ella hay tres cosas que reclama la gente: autoridad, representación y una perspectiva de futuro, es decir, saber a dónde vamos. Si la razón principal por la que la ciudadanía acepta de buen grado la sumisión al poder del Estado es la seguridad, en tiempos movedizos -y hay muy pocos que no lo sean- la gente necesita ciertos referentes. Y el gobernante es uno de ellos.

Si los ciudadanos catalanes no confían es porque sienten que nadie les ha dado una razón para confiar. Dudan de la autoridad de los que gobiernan, no se sienten cómodos en la representación y no ven nada claro el camino, entre las nubes borrascosas de un debate político cada vez más ensimismado. Puede decirse que una fractura de este tipo es signo de madurez de la ciudadanía y, en parte, es cierto. Mucho mejor el escepticismo que la entrega ciega a liderazgos que ya sabemos a dónde acostumbran a conducir. Pero hay en la reacción de los ciudadanos barceloneses cierta renuncia a la palabra. Es una manera de expresar el malestar. Pero también es una contribución a que el sistema democrático sea cada vez más descafeinado.

En un plano corto, se puede pensar que hay forma de ganarse la confianza: dar la cara, asumir responsabilidades y, sobre todo, ser capaz de dibujar un día después. Es probablemente lo que ha movido a Zapatero a acudir, sin previo aviso, al lugar de autos, antes de la comparecencia parlamentaria. Zapatero está pensando en la cadena de desgracias que sufrió el PP desde su naufragio político en el Prestige. E intenta zafarse de este destino. Es incluso probable que lo consiga, porque el episodio que vivió el PP en Galicia fue el primero en que se vio claramente lo que después resultaría ser una querencia profunda de aquel Gobierno: el uso compulsivo de la mentira como instrumento táctico. Pero si piensa que salvado el obstáculo del AVE la confianza se restablecerá inmediatamente se equivoca. Porque si abrimos el plano se ve enseguida que la crisis es de mayor calado. Y la ventaja para los que hoy gobiernan es que alcanza también a los que no están en el poder. Porque es de conocimiento general que todos acumulan responsabilidades en este caso, pero también porque este malestar tiene que ver con el rumbo que ha tomado la política -y no sólo aquí- en los últimos años. El desprecio al servicio público incluso desde partidos de Gobierno; el discurso permanente contra el Estado lanzado, a menudo, desde el propio poder; la deslegitimación de la fiscalidad, convirtiendo la bajada de impuestos en un bien absoluto y dando por supuesto que en manos públicas el dinero se quema; la privatización masiva como panacea, y la ideología del sálvese quien pueda, todo esto va haciendo cada vez más grande la carga negativa con la que trabajan los poderes públicos y va teniendo efectos en una política de infraestructuras que parece esperar el fracaso para transferirlas al sector privado.

Muy a menudo los políticos son los principales aliados de su propio desprestigio, por complicidad (especialmente en la derecha) o por incapacidad de reaccionar defendiendo al Estado y ganándose la confianza de la gente ante los depredadores. En el pulsómetro de Opina para la Ser de ayer lunes hay un dato muy interesante: en el caso de Cercanías de Barcelona, los ciudadanos reparten las culpas por igual entre el Gobierno español, el catalán y las empresas que hacen las obras. Ya es hora de que los políticos dejen de ser el chivo expiatorio que redime al poder económico.

Al político le pasa lo mismo que se acostumbra a criticar de los malos empresarios: más pendientes del dividendo que del proyecto empresarial, acaban cargándose las empresas antes de tiempo y perdiendo la cuota de poder que tenían. Demasiado a menudo los políticos no tienen otro criterio de cálculo que el próximo envite electoral. Ya sabemos que del mismo modo que para el empresario lo único importante es ganar dinero, para los políticos lo único importante es ganar poder. Que la gente vaya a votar, por ejemplo, sólo les preocupa en función de si les beneficia o les perjudica, a ellos, no al sistema en general. Pero a veces el miedo a perder votos hunde muchos proyectos. El político que se esconde, pensando que se autoprotege, la mayoría de las veces se acaba autocondenando. La gente quiere saber quién está al mando.

Es cierto que el Gobierno catalán no es directamente responsable del desastre del AVE. Y ha hecho bien en ponerse exigente con Madrid. Pero no cargar con responsabilidades que corresponden a otros no justifica dejar abandonada la escena pública. Los catalanes hubieran agradecido que su presidente les contara las cosas por su nombre, señalara a quien tuviera que señalar y marcara un horizonte que permita asumir con alguna confianza los desbarajustes actuales. Apresuradamente Zapatero ha asumido ahora el protagonismo. Tardó en reaccionar, hasta que comprendió que podía quedar atrapado por su propio miedo. Y desde el Gobierno catalán se le hizo entender que hay un arma de 21 escaños socialistas en el parlamento español.

Con la foto de Zapatero puede que la gente visualice mejor las responsabilidades de cada cual, pero también puede ocurrir que el Gobierno catalán quede tapado por un mago que no está en su mejor momento. En este país la política se ha hecho muy táctica. Y la táctica acostumbra a hacer de la prudencia, que es una virtud activa del gobernante, una fuente de pasividad. Y con estas actitudes se puede salvar el presente, pero difícilmente se gana el futuro. La política es, en buena parte, palabra. Por lo general, los riesgos de dirigirse a la ciudadanía son menores que los de no hacerlo. Y, en cualquier caso, es condición necesaria para tejer una relación entre gobernante y gobernado que permita recuperar la confianza.

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