Poda
Por la ventana veo a un funcionario municipal podar un árbol. Ha estacionado su camión en mitad de la calle, que previamente ha cortado al tráfico colocando en el cruce una valla de tubo, y lo ha estabilizado mediante cuatro patas gruesas que salen del chasis y se apoyan en el pavimento; luego se ha metido en una barquilla al extremo de una grúa articulada que él mismo acciona y dirige hasta llegar a las ramas. Entonces se ciñe un arnés para no caerse, empuña una sierra mecánica y procede a la poda. He visto pagando espectáculos menos interesantes. Éste, por añadidura, me retrotrae a la infancia, cuando el paso del farolero y el basurero nos proporcionaban breves momentos de distracción. En aquel tiempo, una operación como la descrita habría contado con la participación de una brigada: el conductor del camión, el urbano, el operador de la grúa, el jardinero y seguramente el interventor de clases pasivas. Hoy el estricto control del gasto público que se aplica a los servicios, aunque no a los viajes oficiales, ha llevado a crear brigadas unipersonales. El mantenimiento del mobiliario urbano corre a cargo de un hombre orquesta.
Tiempo atrás se decía que la estricta división del trabajo en aras de la productividad producía la alienación del trabajador. Para ilustrar este diagnóstico, véase el filme de Charlot en el que éste, embrutecido por la repetición de un solo acto, ve pernos y tuercas en los botones de una señorona y la persigue blandiendo una llave inglesa o unas tenazas. Esto no le habría pasado si hubiera nacido unas décadas más tarde y se hubiera empleado en el Ayuntamiento de Barcelona, donde para podar una rama hay que ser chofer, mecánico, trapecista y jardinero. Y rogar que el presupuesto no exija eliminar este empleo polifacético, que no sólo adecenta la ciudad, sino que demuestra una vez más que el pobre Marx se equivocaba en todo.
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