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TRES MIRADAS, TRES ESTAMPAS
Columna
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El cielo de la ciudad

El trecho de Fernando el Católico que va de Magallanes a Vallehermoso es para mí el símbolo de Madrid. Allí se encontraba el piso al que nos mudamos, provenientes de Zaragoza, y que me pareció pequeño y luminoso. A mis 14 años, tenía que descubrir una nueva e inmensa ciudad. A pesar de los descubrimientos, en esas tres manzanas cabe todo Madrid.

El sonido del tranvía estremecía ligeramente los muros del piso de forma intermitente. Era uno más de los muchos ruidos de la calle, siempre llena de gente camino del mercado y de los recados diarios. Entre todas estas personas, mi madre, recalando en las tiendas -la mercería, la farmacia, el tinte...- y luego en los puestos del mercado, fiel a ellos, para intercambiar con los tenderos las frases de siempre sobre hijos y enfermedades.

Ése era mi mundo, que se ampliaba a través del metro

La cotidiana vida de barrio daba un salto en Quevedo. Bajando por Fuencarral, llena de cines y zapaterías, me sentía ya en el corazón de la gran ciudad. Olor a calamares fritos, a humo. Cuando salí de mi calle, seguí de cerca las transformaciones del barrio, la desaparición de los viejos y abarrotados quioscos y del tranvía, la nueva tienda del tinte rápido, asombrosamente siempre con gente haciendo cola. El bar de enfrente del portal, La Villa del Narcea, inevitable lugar de mis primeras citas, mil veces renovado. El restaurante La Playa, sin embargo, eterno, con los camareros de siempre, los manteles blancos de siempre, los clientes de siempre. Unos pasos más allá, la clásica cervecería La Nueva, que también ha sobrevivido. Ése era mi mundo, que se ampliaba a través del metro. Las paradas de Quevedo y de San Bernardo, las escaleras que bajo llena de esperanzas, que subo, de vuelta a casa, con cierta nostalgia dejada en el aire.

En los años universitarios, estudiaba en la terraza, donde a veces corría algo de brisa. Veía el atardecer a lo lejos, al final de la calle, donde acababa Madrid, más allá de Moncloa. El cielo rosado del verano quedaba enmarcado por las azoteas y los tejados cuajados de antenas. El cielo de Madrid: el refugio del romanticismo que, abajo, en la calle, corría el riesgo de perderse.

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