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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Guggenheim 10

Pocos esperaban hace 10 años y un día el efecto dinamizador que habría de tener sobre la ciudad y su entorno el Museo Guggenheim Bilbao que se inauguraba por entonces en un ambiente dominado por el pesimismo. Territorio industrial en declive que había visto fracasar los últimos intentos de atraer inversores para fabricar coches o piezas de aviones, la apuesta a la desesperada por la cultura como motor de desarrollo y regeneración urbana, tuvo un inesperado éxito.

Contra resistencias corporativas de perceptores de subvenciones, la Administración vasca decidió concentrar en una sola iniciativa casi todo el disperso presupuesto cultural. El consejero de Cultura era Joseba Arregi, futuro disidente del nacionalismo. Una serie de circunstancias, entre las que cabe incluir la tregua de ETA iniciada 11 meses después, favoreció el rápido incremento del número de visitantes, que llegó a ser de 1,3 millones al año.

Una vez constatado el éxito, el singular edificio diseñado por Frank Gehry a orillas del Nervión, en un paraje conocido como Campa de los Ingleses (en la que dio sus primeras patadas al balón el mítico Pichichi), se convirtió en foco de identificación colectiva de vizcaínos necesitados de algún consenso: sudistas y federales compartieron el orgullo de ver que el nuevo museo había puesto a Bilbao en los mapas, y que el icono de titanio se convertía en pretexto para convertir los herrumbrosos alrededores de la ría en paseos luminosos abiertos a los aires del Cantábrico. Y para que otros edificios, puentes, calles y hasta un metro con estaciones firmadas por Norman Foster se sumaran a la renovación urbana y dieran pretexto para la potenciación de un sector terciario como solución de repuesto.

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